11 enero, 2015 - 11:46 am
Eduard Goñalons
-¡Juancito!!- La voz estentórea de don Juan de Dios retruena entre las paredes de arcilla del patio blanqueado por el sol, en cuanto Juan Ramón, imprudente, cruza el campo visual del viejo con una pelota en los pies- ¡Vení en seguida!
Retrepado en la mecedora, con una cerveza en la mano, el anciano campesino de piel arrugada por el sol le dirige una mirada iracunda a su hijo.
El muchacho, resignado, enfila hacia el viejo, sabiendo de antemano que cuando su padre le vosea, en lugar de tutearle o llamarle Tito, hay una tormenta en ciernes. Juan Ramón va descalzo, aprovechando que hace poco que ha dejado de llover, para gozar de la agradable sensación del agua de los charcos en los pies que le refresca del calor pegajoso de Olanchito. Además, no va a jugar a fútbol con los zapatos, que después se ajan y su madre siempre le dice que tiene que mirarse elegante para ir a aprender.
Juan Ramón se para y deja pasar un vetusto camión del mismo color del polvo que suele levantar en grandes nubes, pero que hoy, renqueante, trota sobre las piedras de la calle sin arrancarles más que algún chapoteo de agua sucia.
A medida que el vehículo se aleja, los sonidos de la calle regresan, familiares, a los oídos del chico. Los gritos de los niños en los portales, la cháchara de las matronas de puerta a puerta y los pájaros a la sombra de las anchas hojas de palma.
Dentro de la casa, desde una de las hamacas que cuelgan sobre el suelo de tierra pisada, Dagoberto, el hermano pequeño, escruta con ojos muy abiertos el rostro severo. A él le da un poco de miedo papá. Es muy serio. El pequeño atisba por entre las cuerdas trenzadas, casi sin respirar, no sea que se den cuenta de que está ahí y le toque recibir.
-¿A vos quien te dijo que te ibas a ganar la vida con las patas?- le espeta el viejo, en cuanto Juan Ramón cruza la cancela del patio, con un tono que no deja margen a la réplica.
Don Juan no sabe leer ni escribir. Sólo sabe de bananos, de piñas y de trabajo duro de sol a sol. Y se considera un hombre afortunado. Una esposa, siete hijos y ha llegado a ser capataz. Lleva una cuadrilla de veinte hombres, todos ellos de Olanchito, que de los de La Ceiba n se fía. Y le va bien. Todos comen y se visten. Pero no quiere que sus hijos crezcan para servir a los gringos de la Compañía. Su hijo mayor es su gran esperanza. No sabe si ninguno de los otros hermanos va a seguir la senda del bien, como dice él. Así que mejor estudias, le dice al mayor, para ser un hombre de provecho.
-¡Andá a estudiar ahora mismo!- sin explicaciones ni replicas. Ni falta que hacen.
Juan Ramón suspira pero obedece. Con paso calmo, pasa al lado de su madre mientras ella prepara el horno de barro para cocer el pan, entra en la casa y se sienta a la única mesa que adorna la estancia. Coge el lápiz y, con el gesto que luego se convertirá en característico del Presidente de la Nación, empieza a escribir con pulcra caligrafía en el cuaderno de tapas café.
* Escritor español, residente en Barcelona
Fuente: http://www.latribuna.hn/2015/01/11/una-historia-de-olanchito/