25 enero, 2015 - 12:37 pm
L. SANTIAGO MÉNDEZ ALPÍZAR
Nacido en un pueblito del Oriente cubano en el año 1943, Aguas Claras, “una aldea graciosa que pasaba rauda por las ventanillas del tren”, a decir de Guillermo Cabrera Infante, otro vecino de la zona, Reinaldo Arenas decidió poner término a su viaje, enfermo, poco antes de concluir 1990, en Nueva York, donde sobrevivía, pobre, prohibido en su país e ignorado por los editores, también los del exilio, que solo tras su pérdida reaccionaron, por aquello de que los escritores muertos atraen más lectores.
Muy temprano alcanzó a publicar en Cuba, para luego sentir en carne propia la pesada vara de hacer justicia, y dar palos, que el Gobierno revolucionario destinaba para los que se oponían, pensaban y eran distintos.
Hostigado, perseguido, preso, torturado… protagonista de varias fugas igual de rocambolescas que afortunadas -de la prisión y de Cuba-, responsabilizó exclusivamente a Fidel Castro de sus vicisitudes y muerte, convirtiéndose en referente de culto para los jóvenes escritores de la isla, y voz socorrida del exilio.
Posiblemente el más brillante, transgresor, de los discípulos de Virgilio Piñera -como le gustaba sentirse-, disidente hasta donde sea posible, de Arenas nos queda la mezcla del lado siniestro que el escritor desarrolla, mientras desdobla una ternura primaria, envuelta en poderosas imágenes que a veces lindan conscientemente lo ridículo, afecto que solamente el que ha estado en soledad brinda sin complejos. Dualidad visceral, uno termina sintiendo alguna pena por el hombre.
Donde algunos reconstruían fehacientemente al recuerdo, detallaban fantasmas con la idea de detenerlos y crear una memoria fiel, alguna esteticidad temporal en formol -almacenada junto a la geografía de gratos olores: como si lo que importara a fuera adecuar el resumen del relato a una vista de postal, a un territorio perdido-. Arenas fue capaz de contaminar, no el canon, que es siempre relativo, sino la vida, el futuro. Reventó la nación en volcanes pestilentes de pus y excrementos, devenidos sus palacios antiguos y lugares gloriosos en poco menos que meaderos públicos, espacios para la caza de sexo.
HEBERTO PADILLA
Disidente despistado
JORGE EDWARDS
Durante su tiempo de funcionario cubano en Moscú, a mediados de los sesenta, Heberto Padilla (1932-2000) de hizo amigo de Evgeni Evtushenko, se interesó en los disidentes Soviéticos y soñó con encabezar una disidencia cubana. Creyó que podía ocupar ese lugar sin demasiado riesgo, protegido por su prestigio de poeta traducido a lenguas extranjeras, pero no comprendió la magnitud de la crisis interna de Cuba en los días de su regreso, la del viraje prosoviético de la revolución y la del fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar. La URSS había iniciado un camino irreversible de regreso, que desembocaría en la perestroika, pero el castrismo seguía el camino inverso: se alineaba con el campo socialista, aplaudía la invasión de Checoslovaquia por los rusos, endurecía la vigilancia interna en todos los terrenos.
Los comienzos habían sido los de la espontaneidad y las vanguardias estéticas, los de Lunes de Revolución y la revista Pensamiento crítico. Pero había que escuchar el lenguaje oficial con atención, sin ilusiones. Dentro de la revolución, todo, había declarado Fidel Castro: fuera de la revolución, nada. Heberto publicó los poemas de Fuera de juego, cuyo título era una evidente provocación, obtuvo un premio de doble filo, gracias a los votos extranjeros del jurado, y su condena fue cuidadosamente preparada con efecto retardado.
Después creyó que mi llegada a La Habana como representante diplomático del Gobierno de Salvador Allende, con la misión breve de reabrir la Embajada de Chile, podría ayudarlo y sucedió exactamente lo contrario. Heberto me dijo demasiadas cosas, con información detallada, con humor negro, con exclamaciones provocativas y eso sirvió para reforzado las acusaciones en contra suya. Me visitó un viernes en la tarde, en vísperas de mi salida de Cuba, en compañía de Saverio Tutino, corresponsal de L’unitá de Roma, y de Norberto Fuentes, que ya hacía méritos discretos, más bien solapados, para que lo expulsaran de la isla. Heberto fue detenido esa misma noche, al regresar a su departamento, junto con su mujer, la poetisa Belkis Cuza. El título suyo había sido un anuncio. El mío, Persona non grata, no fue una declaración formal, como pensaron algunos, sino una comprobación desencantada y una metáfora.
ELISEO ALBERTO
Ninguno como el Lichi
SERGIO RAMÍREZ
He conocido a muchos cubanos pero como a Eliseo Alberto (1951-2011), el Lichi de la leyenda, ninguno. Su paso, como de baile, su afecto amoroso, la clave alegre de burla e ironía en todo lo que decía, el manantial de historias que siempre tenía para contar. Un cubano con el que nunca me encontré en Cuba, porque él era un exiliado y yo nunca volví a Cuba, sobre cuyo recuerdo lloraba su alma con sentimiento de niño.
Si Caracol Beach es una novela para siempre, su Informe contra mí mismo es un libro también para siempre que, si no fuera por su tesitura real, pareciera una novela: el muchacho, él mismo, al que la seguridad del Estado recluta para que espíe a su propi padre. Una Cuba libre, por favor, es el título de la primera pieza de otro libro suyo, Dos Cubalibres. El título de su propia vida.
Lichi se sabía las mejores historias del mundo, la más memorable de ellas una en que un estudiante le pregunta a José Lezama Lima qué cosa es el azar. “Tú te subes a la guagua y al lado del asiento que eliges va sentada la mujer que será tu esposa…”, empezó Lezama. “¿Y ese es el azar, maestro”?, lo interrumpió el alumno. “Espérate a que termine, chico”, respondió, “el azar es la mujer que iba en la guagua a la que no te subiste”.
Eliseo Diego, uno de los grandes poetas de la lengua era su padre, al que espió, y Cintio Vitier y Fina García Marruz, sus tíos. De niño Lezama lo había cargado en sus piernas, Virgilio Piñera llegaba a tomar el café todos los días a su casa en la calzada de Jesús del Monte. Una infancia dorada en una casa llena de libros donde siempre sonaba un piano, y un nombre aristocrático largo el suyo, como el de un personaje de las radionovelas cubanas de Félix B. Caignet: Eliseo Alberto de Diego García Marruz.
En la correspondencia de muchos años entre su abuela y Rose Kennedy, compañeras de internado en un colegio de Nueva York, se puede leer: “No creo que tu hijo, si es un caballero, sea capaz de invadir Cuba”. Lo habría escrito la abuela en una de sus cartas a su amiga Rose en 1960, en víspera de Playa Girón. Y su divisa sentimental siempre en los labios: “Acepto que otro pueda amar a Cuba igual que yo, pero nunca que pueda amar a Cuba más que yo”.
NÉSTOR ALMENDROS
Exilio y luz
MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN
El doble exilio que tuvo que afrontar Néstor Almendros en los primeros años de su vida estudiantil y profesional es muy parecido a la de mi propia familia hispano-cubana. Y la de tantas otras familias que emigraron a Cuba tras la guerra civil española. Cuando ya estaban asentados en la isla, en un mundo tan atrayente como discordante del que provenían, una nueva convulsión agitó sus vidas y todo tuvo que comenzar de nuevo. Otro exilio y otro viaje hacia lo desconocido. Pero, al final, estaba la luz patria común de los pintores y operadores de cine.
Almendros se embarcó para La Habana en 1948, donde ya le esperaban sus padres, maestros españoles represaliados. Allí Néstor descubrió la luz del Caribe, y se hizo fotógrafo de cine. Hay un cortometraje suyo, Gente de playa, en blanco y negro, en el que los brillos del sol en el agua atraen la mirada de tal manera que hace presagiar esa fotografía estremecida de sus filmes con grandes directores franceses. ¿Es posible que el blanco y negro nos haga olvidar los colores?
Finalmente, para él se acabaron las luminarias de la revolución castrista. Comenzó el otro exilio. Éric Rohmer estaba rodando su episodio de París vu par… cuando discutió con su director de fotografía y el rodaje tuvo que interrumpirse. Entre los habituales mirones de un rodaje había un hispano-cubano que se atrevió a decir que él también era fotógrafo de cine, por si se le necesitaba. Contrataron a Néstor solo para concluir la jornada de trabajo, pero logró, al cabo de los años, identificar su luz con las mejores historias de Rohmer. Y no solo con las de Rohmer, sino también con las de Truffaut y otros directores del momento, a los que prestó la emoción que posee una luz justificada y natural.
Hay algo curioso: el neorrealismo, tan rupturista en casi todo, mantenía una iluminación de la escena muy tradicional, parecida a la de las películas hollywoodienses, Raoul Coutard –operador de Al final de la escapada- y los nuevos operadores como Almendros cambiaron radicalmente el concepto de iluminación, utilizando las fuentes justificadas, dando a la escena una nueva ligereza y naturalidad.
A los estudiantes de cine de la época nos impresionaba ver películas como La coleccionista, Mi noche con Maud, La rodilla de Clara, La marquesa de O, todas ellas pintadas por Almendros con una luz que parecía fluir de las entrañas mismas de la vida cotidiana, tal como lo hiciera Vermeer en su estudiada realidad.
La escena del niño de El pequeño salvaje, de Truffaut, jugando con una vela, que le quema y, a la vez, le atrae, parece el propio jugo de Almendros con su forma de tratar lo oscuro y lo luminoso que es la vida de cada uno.
Fuente: El país, 21 de diciembre de 2014
Fuente: http://www.latribuna.hn/2015/01/25/el-encanto-de-la-transgresion/