1 JUL, 2017 - 12:54 PM

Por: Eliseo Pérez Cadalso
A propósito de haberse cumplido el viernes 29 de julio pasado un año más de la muerte de Rafael Heliodoro Valle, el más grande intelectual de Honduras en este siglo, oportuno es recordar que cuando yo llegué a México, en 1976, con funciones de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario, me topé con un clima decididamente hostil por parte de los artistas, los escritores, los periodistas y, en general, la gente de pensamiento en la tierra del Anáhuac.
Todo aquello obedecía a la supuesta ingratitud de nuestro país para con el hijo que más renombre le diera, así dentro de la América como en tierras de Ultramar. Y hubo quien, en el transporte de su rabia vengadora, me increpara de este modo: ¡Ustedes lo mataron!
Al preguntarle yo entonces a quién les llamaba “ustedes”, al punto me respondió: ¡Ustedes los hondureños!
Era en un café de letras, muy cerca de Bellas Artes. Entre otros contertulios estaban César Sepúlveda, Daniel Moreno y Antonio Martínez Báez, tres juristas y escritores de ancho prestigio internacional. Y la ocasión fue preciosa, porque allí ismo comencé mi campaña de convencimiento acerca del “Caso Valle”, a fin de que la verdad histórica resplandezca para siempre desde su elevado trono.
El ambiente adverso a Honduras y a todos los hondureños había sido creado por la viuda del Maestro, la escritora peruana doña Emilia Romero de Valle, en represalia por el golpe bajo que sufriera su marido a comienzos de 1955 y que dio por resultado la caída del insigne historiador de la Embajada Hondureña en Washington, la cual venía desempeñando desde 1949, año en que asumió el poder el doctor Juan Manuel Gálvez.
Sabido es que Rafael Heliodoro jugó un rol muy importante en la transición hacia la democracia, operada en 1948, con la elección del candidato nacionalista, toda vez que el Maestro Valle, prominente figura literal y periodista de vigorosos contactos con los medios de todo el Continente, se entendió directamente con el General Carías para sentar en la Presidencia al ciudadano Juan Manuel Gálvez. En premio a esta actuación y a sus méritos impares, el gobierno de este último le confió la Misión Diplomática hondureña en la capital norteamericana.
En medio de estos vaivenes, y con anterioridad al histórico arreglo de que ya se hizo mención, no faltó quien afirmara que el propio Heliodoro Valle podía ser Presidente de la República en un momento de crisis.
Parece ser que el Maestro tomó en serio este rumor, a juzgar por ciertas frases que a él mismo se le oyeron en sus momentos de euforia; y, claro, “orejas” del gobierno y los correveidiles gratuitos que siempre viven de la chismografía aldeana, propalaron tal especie, con la consiguiente alarma entre los muchos aspirantes que a la sazón pululaban -tal como lo hacen ahora- alrededor de la fritanga presidencialista.
Rafael Heliodoro era un verdadero sabio en Letras, en Historia, en Periodismo y, de modo general, en las llamadas Ciencias Humanas. Pero en política, y peor aún, en política doméstica, zurcida de encrucijadas, erizada de maniobras parroquianas y de arteras zancadillas, allí era algo más que un lego; ¡un niño de kindergarden! Era incapaz de una intriga y tampoco se hallaba preparado para luchar en la sombra contra enemigos mafiosos que atacaban a mansalva.
Dicho y hecho. A comienzos de 1955, Rafael Heliodoro escribió una notita -en su columna “Gazapos”, que se publicaba en varios órganos del Hemisferio- relacionada con nuestro asunto de límites, que aún seguía pendiente, con la hermana Nicaragua. En comentario brevísimo, el polígrafo hondureño decía que el susodicho conflicto seguía sin resolver, puesto que Nicaragua no le daba cumplimiento, pese al laudo favorable a Honduras, emitido por su Majestad Alfonso XIII de España, el 23 de noviembre de 1906.
Tal aserto contrastaba con la posición oficial de nuestro gobierno, según la cual lo que existía con Nicaragua no era un conflicto sino simplemente un diferendo, que es asunto diferente, ya que el uno representaba un problema de fondo, en tanto que el otro solo atacaba la forma.
Y como la afirmación había sido hecha por el Embajador de Honduras ante la Casa Blanca, no faltaron los augures y los sabios de cantina que vieran en tales frases una franca connivencia con la vecina República del Sur, lo que, dicho en otros términos, equivalía a traición. Tal la “sabía” opinión de los intérpretes al servicio del gobierno.
Parapetado en ese dictamen, el gobierno de facto le dirigió al Embajador un venenoso mensaje, que fue por él recibido en la ciudad de New Orleans, mientras dictaba un ciclo de conferencias a petición de dos universidades del Estado de Louisiana.
Aunque Valle había puesto su renuncia al consumarse, meses atrás el golpe técnico que echó por tierra la Constitución de 1936, todo le daba a entender que en su caso se había producido lo que se llama una tácita reconducción, esto es, la prórroga de sus funciones representativas, por tiempo indefinido y sin necesidad de nuevo nombramiento.
Tras el golpe del mensaje sobrevino una serie de acciones manifiestamente hostiles, tales como haberle cerrado las puertas de la Embajada, haciéndole devolver el pasaporte diplomático e incluyendo, en la correspondiente comunicación el Departamento de Estado, algunos términos nada usuales dentro de las prácticas protocolares y diplomáticas.
Herido en lo más profundo, aquel hondureño egregio que siempre pensó en Honduras, que jamás dejó su patria ni en cuerpo ni en sentimiento, volvió a México su “México Imponderable”, con su alforja de dolor sobre la espalda. Y allí, en ese mismo instante -en la región más transparente del aire- recibió la calurosa acogida de numerosas personas, especialmente exdiscípulos, de amigos y de colegas, así como de hondureños radicados en la Tierra de Cuauhtémoc y de Juárez, quienes le dieron su apoyo incondicional, al tiempo que condenaban la decisión festinada e injusta del gobierno.
Después de eso, doña Emilia, quien merced a los prestigios de su marido había hecho amistades muy valiosas en el mundo de las letras y las artes, se encargó de orquestar una campaña en contra nuestra -es decir, de Honduras y de los hondureños- con las resultas que estoy ahora narrando.
Una prueba indubitable de lo dicho anteriormente, es el caso de la rica y hermosa Biblioteca del Maestro, que, según los deseos de su dueño, debía pasar a Honduras, pero que ella, en su actitud revanchista, al momento de morir se la legó a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAH), sin que hubiera Dios posible para poder rescatarla.
De ese modo, a lo largo de tres años, me dediqué en cuerpo y alma a explicar, en los centros de cultura, en las oficinas públicas, en los cafés literarios y en todas las ocasiones donde se hablaba del caso, que no era Honduras la autora de semejante atentado. Que el exabrupto de marras fue obra de tres o cuatro envidiosos, que se sintieron cegados por la luz de un sol tan fuerte, que nos sigue iluminando todavía…
Ya casi al fin de nuestra gestión, conseguimos rendirle al insigne compatriota un homenaje digno de su memoria. Fue en el salón llamado “El Generalito”, de la Escuela Normal Preparatoria. Allí instalamos hace nueve años una placa conmemorativa, al cumplirse el vigésimo aniversario de su muerte. Ese relieve fue obra del escultor nacional don Mario Zamora Alcántara. Y el acto se vio premiado con la presencia de esclarecidos intelectuales, tanto de México como de Honduras y de países americanos y de Ultramar.
En esa memorable oportunidad, habló por los intelectuales de México el ilustre escritor don Mauricio Magdaleno y por el gobierno de Honduras, el autor de estos renglones.
Pero seguimos en deuda con el Maestro Heliodoro. Tal vez para el año entrante -a treinta años de su muerte- podamos rendirle un Fausto y esplendoroso tributo que consiga borrar, siquiera en parte, la grave ofensa de que fue víctima.
Fuente: “El Heraldo” de Tegucigalpa, jueves 4 de agosto de 1988. (Colaboración de Segisfredo Infante).
Fuente:latribuna.hn