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EL SARGENTO ARDÓN Y SUS ARBITRARIEDADES EN LANGUE (1966)

22 Abril 2017

 

EL SARGENTO ARDÓN Y SUS ARBITRARIEDADES EN LANGUE (1966)Por: Juan Ramón Martínez

Eran los últimos días del mes de abril de 1966. El calor era insoportable en el sur de Honduras. Especialmente en Langue, Valle. La gente veía las nubes y los más osados, anticipaban la fecha que comenzarían las lluvias. Y no faltaban quienes nos hacían bromas, sobre los truenos y relámpagos que las acompañaban. Antonio López, -liberal y presidente del patronato del Instituto JFK- normalmente serio y educado, con una enorme capacidad de asombro que en pocos humanos he visto, repetía cuando nos reuníamos que cada año en Langue, por lo menos siete personas, morían por causa de rayos. Ello me preocupaba mucho. Hacía unos dos meses que junto con Óscar Nolasco y Francisca Martínez, habíamos llegado, recién egresados de la Escuela Superior de Profesorado, a servir clases en el instituto John F. Kennedy, fundado tres años antes. Francisca Martínez no soportó el clima: ni las limitaciones lo cales. Regresó a Tegucigalpa apenas cumplido el primer mes. En el mes de marzo llegó como jefe policial del CES, el sargento Ardón. El Cuerpo Especial de Seguridad, fue creado por los militares que habían derribado al gobierno de Villeda Morales, para sustituir la Guardia Civil. Todavía se sentía la represión, 

especialmente en contra de los liberales que pese a sus limitaciones y reducido espacio para hacer oposición en un gobierno dictatorial como el de López Arellano, formalmente se había constitucionalizado en unas lecciones espurias apoyado por el Partido Nacional, la Celestina de entonces, vigilaba y veía con sospecha a los liberales. Estos con muchos sacrificios, todavía seguían sacando el Diario “El Pueblo” que recibían los miembros de ese partido. El encubierto corresponsal, era Héctor (Yeco) Velásquez, padre de Manfredo, Zenaida e Ilsa Ivania Velásquez. Y tío político de Iván, Wilson y Dagoberto Mejía, a quienes había conocido en Campo Rojo y en el instituto Francisco J. Mejía de Olanchito.

Ardón era un hombre de discreta estatura. No creo que haya medido 1.63 centímetros de alto. Bastante delgado, pelo castaño, de no más de 130 libras de peso. Tez muy clara. Por momentos creía que estaba saliendo de una malaria que le había afectado, porque era un amarillo, terroso y enfermizo, el de su piel. Como la comandancia militar quedaba esquina opuesta a la residencia del líder más influyente en desarrollo comunitario Arístides Padilla y nosotros con Óscar Nolasco Herrera alquilábamos una casa frente a don Demetrio Osorio, carpintero, especializado entre otras cosas, en hacer ataúdes, vivíamos en la misma cuadra con el sargento Ardón. Con el cual cada vez que íbamos al colegio y regresábamos de el mismo, educadamente lo saludábamos y él respondía de la misma manera. En una oportunidad que comía una jugosa piña, me ofreció generosa tajada que comimos mientras conversábamos amigablemente. Creo que los dos creíamos estábamos iniciando una amistad que desafortunadamente para él y orgullo para mí, nunca llegó a desarrollarse.

Las dificultades del sargento Ardón empezaron poco tiempo después de su llegada. No disimulaba su militancia nacionalista, su cercanía con los líderes de este partido, especialmente con los más sectarios. Antonio Yanes, alcalde nacionalista, era un hombre sano y bueno como pocos. Ardón además, era aficionado a la bebida, lo que le transformaba en provocador, llevándolo a entrar en peleas a golpes, en las cuales no salió bien librado, con personas de mayor peso y agallas que él, que confiaba más en la autoridad que, en sus propias habilidades boxísticas. Desde que uno de los langueños, le dio en la cara y lo tiró al suelo en la glorieta de Leticia Gallardo, Yeco Velásquez encontró motivos para escribir pequeñas notas que “El Pueblo” publicaba como pruebas de agresión militar en contra de los liberales. Desde entonces, Ardón fue perdiendo el respeto de la ciudadanía a la que, respondía con agresividad especialmente cuando pasaba por trances alcohólicos. En los bailes que se celebraban en el cabildo municipal, muy pocas mujeres bailaban con agrado con el sargento Ardón. En una oportunidad, como se acostumbra entonces, mientras una pareja formada por Germán Tovar – el mejor alumno de tercer curso en el JFK – y Gertrudis Gallardo, que entonces era su novia, el tomó el brazo de la muchacha, la que se negó a separarse de su novio, por lo que Ardón la emprendió en contra de Tovar que pese a su juventud, se defendió con orgullo y gallardía. Al día siguiente nos encontramos con Ardón y sin saludarme, me dijo con expresión alterada, que si me encontraba disgustado por la pelea que había tenido con Tovar la noche anterior, le dice que sí, en efecto, estaba disgustado porque como maestro tenía la obligación de cuidar y defender a mis alumnos. Argumentó en forma alterada y como vi que no debía seguir su ejemplo, le di la espalda y lo deje hablando solo. Desde allí, las relaciones se rompieron. Y el secreto corresponsal de El Pueblo, aprovechó para aumentar la frecuencia de sus denuncias contra el “arbitrario delegado del CES”. Ardón, de reducida formación, con poca capacidad para obtener y manejar información y muy elemental capacidad reflexiva, llegó a la conclusión que por mi altanería, falta de miedo y mi capacidad para escribir, yo era el responsable de los telegramas que lo denunciaban en el diario “El Pueblo”. De esa creencia nació el sentimiento que yo era su enemigo. Una noche, mientras departía con sus amigotes nacionalistas, al calor de los tragos, invitó a Neto Cruz, padre de uno de mis alumnos, para que le acompañara a “decirle cuatro cosas a ese hijo de p…”, le dijo. Ya la luz se había ido. A las 10 de la noche se suspendía el servicio. Llegaron a la puerta de nuestra vivienda, en donde Óscar Nolasco y yo ya dormíamos. Golpearon fuertemente, posiblemente con la cacha de la pistola de reglamento y me exigió que saliera, para que nos matáramos. Inmediatamente dijo otras expresiones no publicables. Golpeó otra vez la puerta con sus botas y frente al silencio absoluto de Neto Cruz que no le pidió moderación alguna, dijo en vos alta: “mañana vengo a matarte hijo de p…..” Se hizo el silencio. Debió pasar una media hora. Alguien tocó la puerta. “Soy Arístides (Padilla), abra”. Abrimos y en la obscuridad, nos dijo, “traigan sus sábanas; duerman en mi casa”. Nos vestimos apresuradamente y fuimos a dormir en la casa de nuestro salvador. Allí descansamos y calmamos los nervios. Reflexioné sobre lo que estaba ocurriendo y los riesgos que enfrentaba. Al día siguiente, para desayunar había que atravesar casi medio pueblo – pasando por la comandancia, en donde Ardón dormía la borrachera de la noche anterior – para llegar a la casa de Andrés Martínez, donde comíamos. Tito Padilla, el hijo más pequeño de Arístides y de su esposa Flora, que era muy apegado conmigo, me acompañó inocentemente. A las cuatro de la tarde fui a clases. Tratando de trasmitir normalidad que nadie podía realmente disimular. José Morán, — ya fallecido– alumno de segundo curso, se me acercó y me entregó un revólver, diciéndome: “si hoy en la noche vuelve y siente que le está rompiendo la puerta, está cargada, dispárele cuando la derribe. Usted no se puede dejar matar como si fuera un perro”. Dio la vuelta. Como las clases estaban terminando, porque era después de las 9:30 pm, el salió hacia su casa y Nolasco y yo para la nuestra. Sabía que sería la peor noche de mi vida. Puse sobre una silla, en la que normalmente tenía libros y recortes, la pistola fría y metálicamente indiferente. Era muy antigua, 38 “marca vieja”. Casi no dormí. Porque por primera vez a los 25 años, me enfrentaba al reto de matar o morir. Estaba acorralado. Pensé en el dolor de mis padres ante mi muerte o por mi encarcelamiento. Me pareció que el sacrificio que había hecho hasta entonces, no valía la pena; ninguna de las posibilidades, era buena. Pero decidí que, si rompía la puerta, le dispararía en ánimo de matarlo. Al final me dormí. Al día siguiente, celebré con alegría despertar y ver la pistola, fría e indiferente, en el mismo lugar y con los proyectiles intactos. Ese mismo día, la sociedad de padres de familia, nombró una comisión integrada por Humberto Rosado, Miguel Vigil y Jacobo Santos, para hablar con el Ministro Virgilio Urmeneta y plantearle el problema. Una semana después, el sargento Ardón fue trasladado a Alianza, Valle. De allí se le pierde su rastro. Solo se supo que le dieron de baja del CES.

Jacinto Velásquez, en el velatorio de la esposa de Leónidas Ávila, único exalumno del JFK que me tutea, contó que una vez lo vio pasar en una bicicleta en Progreso, a donde habían ido con un equipo de langueños a jugar fútbol. Lo siguieron para reclamarle por lo que nos había hecho. Ardón, sin el uniforme, la pistola,salió huyendo. Se les perdió en la multitud del mercado. Dicen que tiempo después murió trágicamente. De él, en Langue – fuera de algunas bromas que hacen mis contemporáneos sobre mi comportamiento – nadie lo recuerda. Salvo Germán Tovar y unos pocos, como yo, de memoria rencorosa. Se lo tragó el olvido, como ocurre con las personas de escaso valor humano y que no hacen nada por los demás. Neto Cruz, — a quien nunca le reclamé su falta de solidaridad para con el maestro que protegía y formaba a su hijo Federico — también murió, hace mucho tiempo. No me di cuenta.

Fuente: latribuna.hn