18 Febrero 2017
Por: Juan Ramón Martínez
En Tegucigalpa, grupos de jóvenes católicos, la mayoría universitarios y egresados de la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán, se movían por todo el país, ofreciéndoles a los campesinos cursos de motivación para que se involucraran en la solución de sus problemas comunales, mediante el estudio de la realidad, el desarrollo de un espacio reflexivo de una conciencia mágica, o ingenua a una conciencia crítica; al conocimiento de las relaciones de causa y efecto entre los problemas y las fuerzas generadoras; la organización y utilización de sus propios recursos. Resaltaban el orgullo y la fuerza de los pobres para identificar y resolver sus dificultades, por lo que se oponían a la dependencia del gobierno, la imaginación creativa de aquellos, cuya capacidad todavía era poco conocida. La construcción de acueductos de agua, construcción y mantenimiento de caminos vecinales, apoyo a las escuelas primarias y atención de la nutrición infantil por medio del establecimiento en forma colectiva, del “vaso de leche”, apoyado en la acción de las madres de familia organizadas en Clubes de Amas de Casa. La Iglesia Católica había popularizado el método de ver, juzgar y actuar. Y entre los sacerdotes más próximos a las realidades políticas del país, así como los jóvenes que trabajaban en diferentes partes del país, empezó circular que, el modelo de capacitación y organización, debía derivar en la creación de un partido político que encarnara las verdades
del evangelio en el corazón de la vida partidaria nacional. Los dos grandes partidos políticos, lucían fuertes y difíciles de vencer, después que habían superado la crisis de 1954 (los nacionalistas) y 1965, (los liberales, rechazando la izquierda democrática). Con todo, se creía que el país estaba listo para el cambio y que los hondureños la mayoría católicos, apoyarían al nuevo órgano político creado para facilitar la incorporación de los marginados en la vida socioeconómica y lograr al final la integración del país, alrededor de otros parámetros. No se conocían entonces las fuerzas de dependencia emocional y política que unían a los pobres con el liderazgo rural de los partidos tradicionales, con el que intercambiaba favores y eran dependientes suyos, especialmente en las dificultades inevitables de la vida precaria de los pobres del mundo fuera de las grandes ciudades del país. Los caciques hacían favores y los pobres, respondían con la adhesión partidaria, pagando con sus votos y siguiendo las instrucciones de los pequeños caciques locales. En tanto lo social cristianos que, además de no entender esta dinámica, creían mucho más allá de lo razonable en la independencia de los campesinos para liberarse de las ataduras mencionadas y crear un partido político con el cual integrarse en la conducción de la sociedad.
A finales de junio, la embajada estadounidense en Tegucigalpa, organizó un grupo de hondureños para que, con colegas de Centroamérica y el Caribe, asistieran a Nueva Orleans, a un curso para la formación del nuevo liderazgo que requeriría la democracia que ellos veían que empezaba a fortalecerse. Por Honduras, asistieron Adalberto Discua Rodríguez, Rafael Ramos Rivera – alcalde municipal de Olanchito – Leonardo Galindo Castellanos, Jorge Morales, Secretario General del Sitraterco y Juan Ramón Martínez, que entonces era el director del instituto de secundaria de Langue, Valle. De este grupo salieron dos ministros (Discua y Martínez) y de todos los participantes de Centroamérica y el Caribe, un presidente de la República (Vinicio Cerezo), un Fiscal General, Prim Pujals que destituyó al presidente dominicano Jorge Blanco, y varios diputados, presidentes de la Asamblea Legislativa en El Salvador y Ministros en Panamá.
En octubre de 1967, fue capturado en la quebrada del Yuro, Bolivia, combatiendo contra las tropas de Gary Prado, Ernesto, “el Che Guevara”, el que al día siguiente fuera asesinado en la Escuela de la Higuera, con ello el modelo de la guerrilla como vía para acceder al poder, recibió un severo golpe.
Pareció que el uso de la misma como factor aglutinante del descontento popular y “el foco” creador de las condiciones objetivas de la revolución, habían pasado a mejor vida. Al año siguiente, Rosendo Chávez, profesor animador en el Centro de Capacitación La Colmena, viajó a México de donde trajo “El Diario del Che Guevara”. Y en el mundo, mientras tanto, se están incubando las condiciones para la gran revuelta estudiantil, que se iniciara en París en mayo 68 y que tendrá efectos importantes en México; la muerte de Martín Luter King y manifestaciones de descontento de los jóvenes, en otras ciudades del mundo. Por todas partes había el sentimiento que la juventud debía perder el miedo y que debía irrumpir en la vida política para cambiar a la sociedad. Marcuse, Althuser y Gramci, eran los ideólogos marxistas. En Honduras en 1967, Enmanuel Mounier era estudiado con enorme intensidad por los que empezaban a reconocerse como social cristianos y la frase del pensador francés, Director de Sprit, “ante el desorden establecido, la revolución necesaria”, se veía como un imperativo categórico para orientar sus acciones. Un año después, establecerían el compromiso para crear el movimiento que daría vida al Partido Demócrata de Honduras. 14 hombres – cinco egresados de la Escuela Superior del Profesorado—tres de la UNAH; un dirigente campesino, dos activistas sociales, un dirigente laboral y dos dirigentes comunitarios. Para entonces, Gabriel García Márquez, había publicado a mediados de ese año la primera y la segunda edición de Cien Años de Soledad.
La visión de los fundadores de la Democracia Cristiana de Honduras, rechazaba la óptica marxista de la sociedad dividida en clases, la lucha de estas; y la posibilidad que, en un ejercicio dialéctico, las fuerzas laborales, pudieran impulsar la revolución e imponer un modelo igualitario de sociedad, mediante la dictadura del proletariado, como había ocurrido en Rusia. Para el caso de Honduras, era obvio que no había una fuerza laboral dominada por la izquierda; que el Partido Comunista de obediencia soviética tenía muy poco trabajo de masas, y las Fuerzas Armadas habían establecido un modelo de control territorial y un discurso político que, por un lado, hacía difícil la cooperación de los campesinos con el probable foco guerrillero, su crecimiento y aumento de capacidad de fuego como lograr algún éxito táctico mínimo. López Arellano, el más político de los militares de su tiempo, había empezado a cultivar buenas relaciones con las organizaciones campesinas del país, dirigidas por un liderazgo que se mostraba fácil a este tipo de alianzas. La única dificultad que López tenía que enfrentar era el gremio magisterial, expresado en el COLPROSUMAH, en que tensaba sus músculos, para la lucha que se iniciaría un año después, bajo diversas modalidades y con varios modelos de movilización y lucha.
La visión de la sociedad por parte de los democristianos, era que esta estaba desintegrada y que en su centro, había concentrado poder y recursos, en tanto que en la periferia, se abría paso un abanico de marginados a los cuales no se les daba acceso mínimo al goce de los bienes y recursos de todos.
La teoría de la marginalidad y la organización de los marginados, para la búsqueda, vía la cooperación, de una integración que le diera fuerza a la sociedad, era el centro del modelo de acción política de los social cristianos. El punto de partida era trocar la lucha entre clases – que no se aceptaba como hemos dicho líneas atrás—en una acción doble: la organización de los marginados, desde abajo hacia arriba y la remoción categorial, de carácter mental, de las clases dirigentes que, para sobrevivir al caos, debía abrirse hacia la cooperación, permitiéndole a los marginados participar activamente en la construcción de una nueva sociedad y a los dirigentes del control estatal y social, la posibilidad de una alianza que democratizara el poder, produjera un nuevo modelo de estado con alta participación y control social, que haría factible el desarrollo, la transformación del modelo económico y la disminución de los altos índices de desigualdad en la distribución de bienes y servicios y en el control del poder. Se trataba de un modelo de socialismo cristiano, reformista, cooperativista y justo, que transformara pacíficamente en forma constante la sociedad hondureña. Los marxistas no disimularon el desdén hacia los reformistas cristianos, manifestado en diferentes formas, públicas y privadas.
Los social cristianos confiaban en el intenso trabajo organizativo realizado durante varios años, en la zona sur especialmente; en el desarrollo de una conciencia crítica por parte de los sectores marginales, misma que les llevaría potenciar sus fuerzas para buscar en forma pacífica la reconstrucción del pacto social, a partir de la ruptura de las relaciones emocionales de dependencia con los caudillos con los cuales habían convivido desde siempre. Detrás de todo esto, los social cristianos creían más que, en los marginados urbanos en los campesinos, a los que consideraba más dispuestos a la organización y a la movilización, tanto por las experiencias logrados hasta entonces en Honduras, como en la experiencia de China, en donde los campesinos y no los obreros, fueron la fuerza que le permitió hacer la revolución en aquel país. Además, manejaban una visión optimista igualmente con los grupos de poder nacionales e internacionales establecidos en Honduras a los que en su conjunto los veían más razonables que las 14 famosas familias que dominaban en El Salvador; en la anticipación que esos grupos de poder, se abrirían con facilidad a una cooperación con los sectores marginales organizados y representados en última instancia por el partido; y en la discreta cooperación de la Iglesia Católica que ante el riesgo de una convulsión social, preferían un arreglo que de alguna manera se inspirara en el caso de Italia. Pasaron por alto los teóricos social–cristianos, la raigambre conservadora de la mayoría de los obispos, encabezados por su líder el arzobispo de Honduras, que no simpatizaba con ninguna de estas ideas y confiaba más en las relaciones de amistad que él había consolidado con López Arellano. Tampoco contaban con la simpatía de los sacerdotes hondureños que seguían siendo bajo la sotana, liberales o nacionalistas. Y que los católicos hondureños, por defectos de evangelización, creían que las relaciones con Dios, no tenían nada que ver con las actividades políticas que antes bien, no debía acercarse y mucho menos establecer cualquier tipo de vinculación. Pero todas estas cosas, fueron pasadas por alto. Privó antes que la razón y la lectura de la realidad, — para lo cual estaban poco preparados, especialmente por su involucramiento y por carecer de ideólogos especializados, en vista que todos preferían ser activistas—los ejemplos de los que ocurría en Chile, Venezuela y en El Salvador, estimularon el sueño y la esperanza transformadora. Creían que la revolución pacífica y democrática, era posible. Jamás imaginaron que el sistema los rechazaría y que serían condenados a no desarrollarse nunca.
Tegucigalpa, enero del 2017