26 Noviembre 2016
Por: Juan Ramón Martínez
Posiblemente Julio Lozano Díaz, es el ciudadano hondureño que más tiempo ha estado en el servicio público. Viviendo del presupuesto nacional. Más que los hermanos Durón y los Pérez Cadalso juntos. Más que los Bermúdez y Arturo Corrales. Solo se le acerca Iván Romero Martínez. Desde conserje en la primera parte de su juventud, desempeñó casi todos los cargos públicos, en una carrera de muchos años, en que desde administrador de aduanas, fue ejerciendo la titularidad de casi todos los ministerios –menos el de Educación–, embajador en Washington, vicepresidente elegido en 1948, Presidente Constitucional en 1954 y Jefe de Estado el año 1955. Además de su enorme vocación pública, a la que dedicó casi la totalidad de su vida, tiene el mérito de ser uno de los pocos gobernantes que ha escrito algún estudio importante sobre la vida nacional –uno sobre la minería en Honduras– de haber introducido la planificación en el país por medio de la emisión del Plan Quinquenal, y ser el primero en haber sido derrocado por los militares el 21 de octubre de 1956, ahora hace un poco más de sesenta años. Además es uno de los primeros políticos que participó en condición individual en la constitución
de sociedades económicas de finalidades lucrativas. Fue socio de mineros estadounidenses establecidos en Honduras. Y socio accionista fundador, del Servicio Aéreo de Honduras, SA (SAHSA). Empresa que al final se la apropio y quebró, Osvaldo López Arellano, con el silencio cómplice de todos los hondureños.
Pero además Lozano representa una de las más visibles figuras de la política, con capacidad para el arreglo bajo la mesa, la adhesión incondicional y la prueba que el jefe puede contar con el subordinado. Pero no solo tenía virtudes. Fue un hombre de muy mal carácter, poco sentido del humor, muy dispuesto a creer en los rumores en su contra, visceral y casi neurótico. Además, como operó al lado de Carías Andino, tuvo la habilidad para mantenerse fuera de foco, sin llamar la atención, siempre a la espera de la oportunidad. Porque estaba convencido que la vida le había deparado la tarea de dirigir al país desde la Presidencia de la República, durante un periodo constitucional de seis años, como culminación de su larga carrera burocrática, se prepara para ello durante muchos años, esperando pacientemente la oportunidad. Y como no creyó nunca en la democracia realmente, siempre estuvo dispuesto a la componenda, a la manipulación de los eventos políticos y la manipulación de la soberanía popular. Profundamente anticomunista, fue un hombre fiel a los Estados Unidos.
La cercanía con Gálvez le permite aprender tres cosas de la política: 1) que se tienen que planificar las cosas, buscándolas incluso cuando se niega que lo está haciendo, colocando incondicionales en los cargos donde se tomaran las decisiones útiles para el logro de sus objetivos; 2) que hay que ganar las elecciones, en la forma como sea para lograr resultados, usando para ello, todos los recursos del gobierno; y 3) que debe aprender a fingir, mostrándose que no tiene intereses personales y que lo único que le preocupa es el desarrollo del país, para lo cual lo único que pide es más tiempo para servir a los intereses de Honduras. Por ello, el 5 de diciembre de 1954, se dirige al pueblo hondureño, en un mensaje radial, en el que sin que nadie le acuse por el rompimiento del orden constitucional, niega que él tenga alguna responsabilidad. Los últimos descubrimientos históricos confirman que conspiró contra la continuidad del Estado de Derecho, que apoyó que no se llegara a ningún acuerdo entre las dos facciones del Partido Nacional, porque creía que en el vacío, tenía la oportunidad de ser Presidente Constitucional, por un periodo de seis años. Su planteamiento en favor de la unidad nacional, alejándose de las banderías personales que dividían a los hondureños, era igualmente falso, porque por un lado quería amarrar y dividir a los partidos de la oposición incluida la facción dirigida por el general Carías Andino, en tanto que por la otra buscaba crear desde el poder un partido en que estuviera a sus órdenes, para ganar las elecciones en la forma que fuera.
Pero Lozano no estaba preparado para la sorpresa. Era un burócrata rutinario. Cuando los jóvenes se van a la huelga general de los estudiantes, –universitarios y de secundarios– no puede negociar para terminarla, cosa que era fácil; pero más bien, con su obstinación característica, crea las condiciones para la insubordinación del 1 de agosto de 1956, en que jóvenes profesionales recién egresados, estudiantes de medicina especialmente, dirigentes liberales con alguna tradición de viejos participantes en las revueltas políticas del pasado y trabajadores de caminos que rumbo a Olancho fueron llevados, sin que ellos lo supieran, al interior del centro militar, se tomaron el cuartel San Francisco. Se sorprendió de tal manera que solo pudo reaccionar con la violencia. Usó a los militares del Primer Batallón para recuperar el cuartel San Francisco, oportunidad en que en forma todavía no explicada, muere su comandante el mayor Juan Pablo Silva. Expulsa del país al candidato liberal Ramón Villeda Morales, al periodista liberal más fogoso e influyente, Óscar a Flores y al Presidente del Consejo Central Ejecutivo Francisco Milla Bermúdez. Por ello, no puede anticipar las conspiraciones que, a su alrededor, dirige casi en solitario, Armando Velásquez Cerrato para sustituirle y, mucho menos, imaginar que algunos miembros de la Plana Mayor del Primer Batallón de Infantería, tenían un plan para derribarlo en alianza con los estudiantes de la Universidad Nacional de Honduras. Tampoco, puede anticipar que, aunque el 1 de agosto no fue el final de su mandato por inexperiencia de quienes dirigían el Asalto, para entonces, las cartas marcadas estaban en manos de los militares que dirigían las unidades mayores del ejército hondureño: la Escuela Militar, la Fuerza Aérea y la Penitenciaría Central que, temiéndole a una alianza de los militares con los estudiantes, y al riesgo de tener que enfrentarse con ellos, ensombreciendo su imagen y comprometiendo su condición de servidores apolíticos, se adelantaron, derribando su gobierno el 21 de octubre de 1956. Evitando de esta manera, un involucramiento de los civiles en el poder porque desconfían de sus intenciones, así como de sus visiones políticas, y simultáneamente, cerrándole el paso a las pretensiones de Armando Velásquez Cerrato que intuyeron que podía poner en peligro la unidad del proceso de modernización iniciada por los estadounidenses en 1954. Por ello, cuando los militares conminan a Lozano Díaz que renuncie al cargo de Jefe del Estado hondureño, recurre a lo único que todavía maneja: la furia descontrolada, la violencia verbal y la exigencia por la subordinación. Cuando al final sabe que no tiene otra alternativa, cede y pide a cambio que le permitan irse a Miami. Allá, un poco, solo y amargado, muere víctima de avanzadas afecciones cardíacas. Termina así, la vida política del burócrata de más larga andadura de la vida nacional, fracasando el primer intento de la fase moderna del nuevo balance del poder en el país, con nuevos protagonistas y nuevas visiones, con que pretendían seguir en el poder, desde el poder, usando las fórmulas electorales –en forma amañada e irregular– para continuar en el mismo, buscando una constitucionalidad en la que, no creía; y, en cuyo proceso, creían que podían engañar a todo el mundo y en forma simultánea. La caída de una ficha, la de los militares, le destruyó el tablero a Lozano que puso fin a su larga vida política y a su existencia terrenal, un poco tiempo después. Pero su caída, a manos de los militares solo fue la primera. No la única. Después le siguieron otros. Civiles y militares, cayeron también. Porque, como en todas partes, casi nadie aprende por la cabeza ajena. La tontería, el irrespeto a la ley, el abuso de la fuerza y los caprichos que ven el poder como dominación de los más débiles, sin el cual no pueden vivir, pareciera que fueran, genéticamente hablando, hereditarios