12 Noviembre 2016
Por: Leticia de Oyuela
El 4 de octubre de 1640, un extraño temblor de tierra generó deslizamiento que invadió parte del Río Grande o Choluteca, justamente en el paso denominado “Juana Damiana”, donde existía una zacatera con ganado caballar. Pertenecía, según título otorgado por la Real Audiencia, al capitán Joseph de Celaya, en mancomún con sus hermanos Juan José y Miguel Celaya, familia muy principal de conquistadores que contaban en su prosapia con fundadores de la región del Pánuco, en México, y cuya rama principal aún radicaba en Comayagua.
Celaya vio con sorpresa, y dio cuenta a la Alcaldía Mayor, presentando las costas y cotillas de ley, del apacimiento de una veta natural de oro que casi no necesitaba beneficio por estar en “oro de buena ley”, directamente incrustado en la roca, lo cual significa que era más bien un laboreo de picapedrero que de minero. Por ser de tal riqueza, bautizó la misma con el nombre de Santa María, La Poderosa. El bautismo fue efectuado por el coadjutor de la iglesia parroquial, Miguel de Alemán, el 16 de septiembre del correspondiente año.
Dos años más tarde, Jorge y Cristóbal de Montoia denuncian una mina situada en un excavón “cercano a las aldeas de Coyapa” y solicitan permiso especial para beneficiar la mina con oro de calidad, pero necesitaban para ello taladro y sistema de fundición. En la misma fecha, Juan Antonio de Cárcamo solicitó a la Alcaldía Mayor permiso formal, presentando además una barra con peso de 40 marcos de plata maciza, beneficiada en la mina denominada Las Ánimas, en jurisdicción marcada por el juez de tierras Luis de la Paz, a un tiro de ballesta de las vegas del Río Grande, en dirección a la población de indios llamada Jacaleapa. Quince años después, Francisco y Ricardo Márquez de Moisés, presentaron la documentación correspondiente de una mina marcada a 50 metros del común de labradores de La Plazuela, la cual era reconocida con el nombre de San Salvador 18.
En 1660, la población había crecido en proporción a la minería, y los mineros criollos manipulaban y su gusto y antojo la Alcaldía Mayor. Sin embargo, los más poderosos, que fueron necesariamente los primeros mineros, se olvidaron de las rivalidades interclase para formular un documento central para todo investigador: la nómina de vecinos distinguidos para optar al Cabildo Municipal. Este documento es de gran significación porque muestra la tomas de conciencia de la necesidad de convertir el Real de Minas en Villa19.
Era tal la proliferación de minas, que se quiebra el esquema jurídico cuando apreciamos los nombres y apellidos de todos aquellos mineros que conocen de poder, en enero de 1690, al capitán Francisco de Grandes, para obtener especial concesión de encomienda a la Audiencia de Guatemala por escasez de mano de obra, lo cual quiere decir que a pesar de haberse abolido el trabajo de indios, siempre tuvieron especial preferencias las encomiendas en el laboreo de minas20.
La minería creó un círculo de poder productivo, ya que la intención original de acaparamiento de tierras, mediante las denuncias por pago a la labor militar de los invasores hispánicos, cambió de destino cuando se plantearon exigencias adicionales que llevaron a la transformación de las estancias de ganado en reproducción natural, en haciendas de obrajes. La connivencia entre mineros y autoridades municipales, hacía que los encargados de las estancias sólo herraran bestias en días de fiesta y de conmemoración, pagando un impuesto mínimo por este fierraje, lo que dio lugar a la formación de grandes tropeles de cimarrones. Sin embargo, la demanda de carne para alimentar los grandes contingentes de gente que trabajaban en las minas, convirtió la estancia en hacienda, proporcionando así mayor riqueza a las municipalidades. Surgió entonces el obraje que benefició los excedentes de las bestias, tales como la leche que se transformaba en quesos; sebo o grasa necesaria para suavizar las pieleras y cables de los subterráneos y socavones; elaboración de árganas para transformar la broza y almacenar granos, que derivaron en industrias más refinas como la fabricación de monturas, pellones e, inclusive, bridas, jáquimas y otros productos de mayor calidad artesanal.
Ni la Iglesia se salvó de la fiebre minera. Como ya lo hemos explicado, esta se benefició de los excedentes del capital acumulado. Ya en el tránsito del siglo XVII al XVIII, los mercedarios en Honduras rompieron con la visión agrícola que les había dado experiencia en los cultivos de campo y fama como hortelanos. Iniciaron una aventura en la minería, que los hizo comprar y beneficiar la mina de plata de Santa Lucía, en el Real del mismo nombre, donde habían fundado un siglo antes casa profesa y convento, con lo que compitieron con los mineros locales. Según documentos de la época, la mina e ingenio de los mercedarios estaba situada exactamente en la llamada cuesta de La Mololoa. Para evitar los conflictos legales que prohibían a los religiosos gozar de repartimiento de indios, ellos fueron los primeros en darle un sentido mercantilista al trabajo humano y subcontrataron, junto con los agustinos, gentes venidas de la Audiencia de Manila, entre los que se encontraba una gran cantidad de orientales y asiáticos, en calidad de obreros o trabajadores libres21.
En los inicios de la segunda mitad del siglo XVIII, Tegucigalpa inició la construcción de la parroquia San Miguel, bajo el patrocinio del joven cura José Simeón de Celaya y Cepeda, cuarto hijo en uno de los mineros primados, y cuya madre provenía de una familia de letrados de tradición ilustrada. La parroquia en mención obtuvo el permiso de construcción hasta 1756 y fue el símbolo de unidad de una población dispersa y aglutinada solamente por el deseo de enriquecimiento rápido. Pocas casas de consideración tenía el poblado, porque los excedentes de la minería fueron a parar más bien a la capital del reino, convertidos en dotes de las hijas de los mineros principales, o en oblajes para las grandes obras realizadas en los lugares de origen de los primeros pobladores, tales como regiones de España y México.
Por otra parte, el sistema jurídico español favorecía a las capitales, en detrimento de las regiones, en detrimento de las regiones. Así se puede advertir en las efemérides de Joaquín Pardo; el enorme esfuerzo que hicieron los mineros de Tegucigalpa para tener su propia casa de moneda fracasaron, a pesar de las continuadas peticiones, por no convertir a los intereses de la Capitanía General. Además, pesaba el engorroso sistema de impuestos que gravaba el metal en sus diversos procesos. Había un primer impuesto por la tenencia de la tierra de minas; un segundo por la broza extraída y, un tercer, fijado por la clavería de Comayagua sobre el valor y tipo de oro; también, se imponía quinto real con su correspondiente marquilla, que era un impuesto a los objetos labrados. Todo ello favoreció el comercio ilícito o contrabando que fue, sin duda, arma definitoria de las potencias rivales.