07 Mayo 2016
Paulino Valladares.
En 1907, pocos meses después de terminada la revolución de aquel año, familiares del General Sotero Barahona, visitaron su tumba en la aldea de Galeras. Con tal motivo, un empleado corresponsal dio la noticia a los periódicos de Nicaragua, expresando más o menos este concepto: “el General Barahona fue el único conservador hondureño de positivos méritos en los últimos tiempos”.
A los varios días recibí bajo cubierta y en forma anónima el suelto del periódico que contenía el telegrama, pero suprimida con lápiz la palabra conservador, de manera que el párrafo se leía así: “el General Barahona fue el único hondureño de positivos méritos en los últimos tiempos”. Sin duda algún verde nicaragüense, resentido por las consecuencias de la guerra de aquella época, me creyó autor de la información y quiso lanzar a mi patria un reproche
ingenioso y contundente.
No se concibe la existencia de un país autónomo sin la agitación de los partidos políticos, y en Honduras, a través de la historia, han disputado siempre. Pero el mismo transcurso de los años ha venido desvirtuando los fundamentos primitivos, hasta el grado de establecer grupos inclasificables y crear personalidades epicenas.
¿Por qué puede decirse que el general Barahona era conservador? Tomando como concreción del programa liberal el folleto MIS IDEAS, de don Céleo Arias, que se tradujeron en principios constitucionales en 1894, no queda ya discrepancia en materia de libertades y garantías, sino estímulo de esfuerzo para realizar labor de progreso administrativo. El partido liberal consignó sus ideas en la carta fundamental, pero de entonces acá, con valor y franqueza hay que decirlo, ninguno de los gobernantes ha respetado en su verdadero sentido las declaraciones de aquel código.
Sin embargo, cabe declarar que hemos adelantado algo porque ya no hay causas fundamentales que nos dividan. Sólo resta que ambos partidos cumplan con la ley y que la nueva corriente de ideas y las aspiraciones de la juventud lozana que evoluciona, marquen puntos de administración como reglas de lucha ciudadana.
Para hacer patente este pensamiento es oportuno un ejemplo inmediato. Cuando triunfó en Nicaragua la revolución de 1893, removió hondamente el régimen político. Los liberales establecieron las leyes de reforma, libertad de cultos, laicización de la enseñanza, igualdad democrática absoluta, el jurado como fundamento del juicio criminal, secularización de cementerios y otras muchas avanzadas. Y cuando en 1911 vencieron los conservadores, reaccionaron de la manera más sustantiva y violenta. Restableciendo la enseñanza religiosa, cambiaron el sistema unicamarista, consagraron la república al corazón de Jesús, admitieron el tutelaje extranjero armado, y en fin, verificaron un completo cuarto de conversión. Quiere decir que allá las tradicionales agrupaciones combaten todavía por ideas madres que afectan el fondo de los estatutos de la nación.
En Honduras no ocurre lo mismo. Sin caer en la exageración se puede afirmar que en materia de principios todos son liberales, y sólo falta establecer nuevos puntos de vista para que los partidos se definan y se apresten al combate de la civilización en el seno de la paz. De allí que unos proclaman la evolución como plataforma de progreso; que se cumpla con el derecho y que se lancen al debate público programas concretos de trabajo práctico: tras las vaciedades líricas, la fraseología convencional de los manifiestos necios, plagados de conceptismo metafísico y fementido y que resplandezca el propósito sano y viril de sacar al país del marasmo en que vegeta.
Y tarea semejante sólo pueden coronarla los hombres comprensivos, los que unen a un bagaje intelectual robusto y experimentado la energía recta y amplia de los estadistas de verdad. El general Barahona poseía talento claro y rectilíneo. Leí gran parte de su correspondencia privada y encontré un temperamento conciso, firme, fuerte en el impulso de pensar, de querer y de sentir. Barahona tenía voluntad afirmativa y tal vez hubiera sido el abanderado de esta generación que va surgiendo, apta y sin miedo a la fatiga y al trabajo.
Por última vez vi al general Sotero Barahona ya muerto bajo un árbol, a la orilla de la sepultura que abrieron para encerrar su cuerpo. Los furores de la contienda civil nos llevan a la encrucijada, al cerro abrupto, en mutua asechanza para degollarnos, y en esas emboscadas caen de cuando en vez vidas preciosas que dejan un vacío en el corazón de la patria. Pero día vendrá en que la razón impere, y entonces los hondureños nos acogeremos al emblema que simbolice actividad cultural, dejando en el antro del olvido y del desprecio la rutina infeliz, el odio infecundo y el convencionalismo personal nocivo.