12 Diciembre 2015
Por: Carlos E. Ayes.
En el pequeño caserío “La Carta” de Guarizama, que pertenecía a Manto, cabecera del departamento de Olancho, el 12 de marzo de 1844 nació el hijo de una humilde familia de artesanos. Aunque bautizado con el nombre de Serapio, habrá de ser mejor conocido con el sobrenombre de Cinchonero, apodo con el cual pasará a convertirse en personaje legendario. Fueron sus padres Anacleto Romero y Cipriana Munguía, de oficio albarderos.
Como casi todo niño de aquellos tiempos, uno de sus juegos favoritos era el de la esgrima; usando como espadas varas apropiadamente cortadas, las que más tarde cambiarían por legítimos “guarizamas” (machete de punta); se decía que no había oponente que lo venciera.
En los primeros años de su mocedad conoció una linda adolescente de nombre María Isabel Antúnez, originaria de Manto, que llegó como maestra de la escuela. No más verla, fue para siempre amarla. Desde el instante que la conoció quedó por siempre rendidamente enamorado… hechizado por sus encantos. En las tardes solían pasear por el campo, donde ella le relataba episodios de la historia de Centro América, en especial los relacionados con la independencia y la gesta morazánica; le contaba también sobre las prácticas nada beatíficas de monseñor Cassaus y los Aycinena, etc. Además, siendo una experta en el arte de la esgrima, también enseñó sus mejores lances de defensa y ataque con el sable en una pequeña sabana a la orilla de la quebrada La Pita.
Más tarde, los Romero, se trasladaron a Juticalpa, instalándose en el caserío de Calona, donde continuaron ejerciendo su oficio de siempre.
Durante algún tiempo trabajó para don Pedro Bertrand cuya esposa, doña Josefa Barahona, era miembro de una importante familia de terratenientes. Sus hermanos, en especial José María y Manuel, el primero licenciado y coronel el segundo, jugaron un papel clave en el levantamiento del ´62, ímpetu que les costó la vida. En casa de don Pedro, Cinchonero conoció al Lic. Barahona, el que se convirtió en una especie de mentor político. Oyéndole hablar de justicia, libertad y democracia, además de enriquecer su instrucción, conquistó su simpatía y admiración.
Después que la vieja Albión, dueña de mares y continentes, perdiera su más rica posesión en tierras americanas, volvió su mirada a esta parte del continente. En el Istmo ya era dueña de Belice, y utilizaba al vitalicio guatemalteco para imponer en los demás estados, gobernantes dóciles que velarán por sus interese. Así fue que, después del asesinato del presidente Guardiola, el 11 de enero de 1862, había que encontrar un sustituto idóneo. Montes y Castellanos no convenían a los intereses del viejo león anglicano.
Dos nombres se barajarán en el Capital de la ex Capitanía: Xatruch y Medina. Los olanchanos simpatizaban con el primero, pero resultó más listo el segundo; el que corrió a la metrópoli a defenderse al vitalicio, de donde regresó acompañando al ejército del mariscal Cerna, que invadió el país, derrotó las fuerzas de Montes y lo proclamó Presidente, ganándole la partida al héroe centroamericano.
Muchas eran las razones por las cuales el pueblo olanchano, que por tanto tiempo había permanecido en el olvidado de toda obra de progreso gubernamental, y donde la mano oficial solo aparecía a la hora de cobrar tributos, llegó a tomar las armas; incluso para poder ajustar cuentas con los abusadores del poder local, en especial los comandantes militares. En el año ´62 se divulgó la inminente invasión que realizaría el general Xatruch. Aunque la invasión no se materializó, la revolución sí; teniendo como detonante el encarcelamiento del diputado Rosales y la muerte del Lic. Barahona ordenada por el Comandante Militar. Los primeros en levantarse en armas fueron Manuel Bulnes, Cástulo Cruz y el coronel Bernabé Antúnez, a quien desde un inicio se adhirió Cinchonero, destacándose como uno de los más audaces miembros del cuerpo de Dragones.
Siendo que el Comandante Militar de Olancho, coronel José María Zelaya (a) “El cuzco”, no era capaz de derrotar y poner fin al movimiento rebelde, fue destituido del cargo ese año, procediendo el gobierno a enviar dos fuerzas militares, una al mando del viejo general Casto Alvarado, y la otra bajo el mando del general Juan López, apodado “nana juana”.
Después de perder el poder militar, el coronel Zelaya fue víctima de una muerte ingrata. Al intentar huir de Olancho, para refugiarse en Nicaragua, fue descubierto y linchado por una vengativa turbamulta de Catacamas, que le quitó la vida a golpes de lanzas, palos y machete.
Cinchonero, bajo las órdenes del coronel Antúnez, ganó uno de sus ascensos dentro del cuerpo de caballería en el que servía cuando, en una de sus tantas acciones relámpago, derrota a un pelotón del general Alvarado para hacerse de sus armas (14 fusiles), del uniforme y hasta del sable del oficial al mando, al que dejó en paños menores. Vestido con el uniforme militar, sorprendió cerca de Azacualpa al Oficial Ladislao Verde, despojándolo del dinero que traía de Danlí para Juticalpa escoltado por un pelotón, de cuyo armamento también se apoderó.
A la caída de Montes, los rebeldes, confiando en las sanas intenciones del nuevo gobierno encabezado por Medina, decidieron deponer las armas y cooperar con él. Para acordar arreglos enviaron a Comayagua una delegación compuesta por los coroneles Bernabé Antúnez, Francisco Zavala y Manuel Bulnes, a entrevistarse con el nuevo Jefe del Ejecutivo. El presidente, menospreciando las demandas gubernativas de los olanchanos, quiso desviar el tema con frivolidades. Los visitantes le dijeron que no habían llegado desde Olancho simplemente a hacer bromas sin importancia con el gobernante. Medina, ante una respuesta que no esperaba, y que debió considerar insolente, exaltado llamó a su guardia ordenando que los llevaran presos. Durante diez días permanecieron en prisión.
Una vez recobrada su libertad, los olanchanos regresaron a su departamento con la decisión tomada de organizar la revolución contra el gobierno de Medina.
Mientras Zavala había sido recompensado por sus servicios con la Comandancia Militar del departamento, el coronel Antúnez fue extrañado de Olancho y remitido a Trujillo, ordenándosele al alcalde vigilarlo permanentemente.
Una mañana del mes de noviembre de 1864, mientras el exiliado salía para tomar su acostumbrado baño matutino, les pidió a sus custodios lo esperaran en una pequeña cantina que existía a la orilla de la ciudad, donde les dejaba pagadas dos botellas de aguardiente, para que se calentaran por el frío que esa mañana hacía, pero eso sí, les advirtió, bébanselas despacio para que no se les vaya a subir. No se sabe cuánto tiempo esperaron los custodios por el regreso del coronel bajo su vigilancia, pero lo más probable es que a la hora que dispusieron ir en su busca, ya había rebasado el portillo de La Esperanza, con rumbo a Olancho.