10 Octubre 2015
Por: Juan Ramón Martínez.
En realidad, sabemos muy poco de Morazán. Nahum Valladares y el doctor Aguilar Paz nos han ayudado a tener una visión diferente de la existencia, personalidad y trayectoria de Morazán. La mayoría de los conocimientos, que tienen casi todos los hondureños, son resultado de la memoria colectiva, frágil e inconsistente: cuentos de buena voluntad de los maestros buenos, obra de los museos desordenados, las historias infantiles oídas de pazo; y los pocos libros de historia –relación exacta de los hechos del pasado y algunas rápidas interpretaciones- que han tenido oportunidad de leer. Los que, en realidad son muy pocos, de difícil digestión, escritos por académicos que, lo hacen para sus colegas y muy poco para los lectores comunes y corrientes. Como somos la mayoría.
Además, somos un pueblo que no se ha distinguido nunca –ni antes y mucho menos ahora- como uno apasionado por Morazán. Aquí todavía, hace muy poco, había un periodista que se burlaba de Morazán, le ponía apodos y le inventaba delitos, sin que uno solo de nuestros compatriotas le respondiera como corresponde. En esto nos ganan, en mucho, los salvadoreños que, no es accidental que mantengan sus restos morales –donados por el prócer al momento de
morir- y que solo hayan colocado a Gerardo Barrios antes que él, para diferenciarse de nosotros los hondureños, fundamentalmente.
En la última batalla, la que precedió a su asesinato, en forma de fusilamiento el 15 de septiembre de 1842, sin embargo, se destacan a su lado, además de bravos y fieles soldados costarricenses y salvadoreños, los aguerridos hondureños de Curarén, especialmente. Este hecho, de ser parte de un pueblo que solo a regañadientes es morazánico, que lo olvida casi totalmente en las fiestas patrias; y que ha sido incapaz de establecer una guardia militar permanente ante su estatua ecuestre mayor en Tegucigalpa, hace que, no sintamos el orgullo de los venezolanos, brasileños y colombianos hacia Bolívar y Pelé, los franceses hacia Napoleón, los ingleses hacia Wellington, los cubanos hacia Martí, Maceo y Gómez, los mexicanos con Benito Juárez, los guatemaltecos por Carrera y los estadounidenses por Washington. Si Bolívar hubiese sido hondureño, con todas sus virtudes, glorias y batallas, sería como Morazán, un prócer menor, desconocido, encerrado en los límites municipales. Es decir que la grandeza de un hombre, empieza por la grandeza del pueblo donde ha nacido. Y Morazán lo hace en la provincia más pobre de Centroamérica, con una población dirigida por líderes conservadores reaccionarios, sin mayor visión de patria y sin casi compromiso con el futuro. Bueno, en un país que nunca tuvo universidad, sino hasta 1847. 25 años después de su muerte violenta en San José de Costa Rica.
Pero con todo y que los hondureños nos tengamos sino una incompleta y deforme memoria histórica de Morazán y muy poca historia real de la vida, obra, errores y muerte del héroe de Perulapán –en El Salvador-, no podemos, desde la objetividad, desconocer -y mucho menos entre rotarios, los más morazanistas de los hondureños- la grandeza de un hombre que pasó como un resplandor vivificante sobre la vida de cinco pueblos, a los que marcó con la grandeza de sus visiones, la fuerza de su voluntad y la valentía de sus actos. En esta oportunidad, frente a la grandeza que exige más tiempo que el que disponemos, queremos concentrarnos en los últimos días de Morazán y en el momento grandioso de su muerte. Dicen los filósofos que el momento más crucial de nuestras vidas es el de la muerte. Los hombres y las mujeres se miden por la entereza, tranquilidad y la confianza cuando la enfrentan, cuando Morazán se encuentra cara a cara con la muerte que le han dictado un grupo de militares y clérigos, tiene cincuenta años de vida, edad madura para aquellos tiempos, casi juvenil en los nuestros. En ese momento, muestra una grandeza, que solo los seres superiores pueden exhibir.
Porque, realmente la grandeza mayor de una vida, se corona con la forma como se prepara y se dispone, un ser humano, a morir. Sócrates no tendría tanto respeto, sin el veneno de la cicuta que ingiere con tranquilidad y sin sobresaltos; las palabras de Julio Cesar ante los conspiradores que lo asesinan; o las de Goete el escritor alemán, que pide luz, más luz, en el momento en que se apaga su vida extraordinaria, sin ejemplos grandiosos. Los hombres pequeños, temblamos ante la muerte, lloramos al momento de abandonar la vida terrena y no tenemos la fortaleza para entender el valor del traspaso a la nueva vida. Y mucho menos, la belleza trascendente hacia la inmortalidad, que no es otra cosa que la vida eterna prometida por Dios, y la inmortalidad que sobrevive y crece en la memoria de los que quedan, queriéndonos, después que hemos concluido nuestra vida sobre la tierra. El hombre grande, no muere solo como la hormiga desperdigada; ni el íngrimo egoísta que, pasa por la vida sin servir a los demás; y sin hacer amigos y crear lazos fraternos con pueblos y comunidades. Que por ello, nunca lo conocieron, lo valoraron, lo respetaron y lo quisieron. Y que en consecuencia, cuando mueren, casi nadie de cuenta siquiera.
II
Morazán es y víctima de las circunstancias. No es cierto, como sostienen algunos hondureños amargados y pesimistas, incultos y poco formados históricamente, que cualquier pueblo –en el ánimo de eximir a los costarricenses de la responsabilidad por el asesinato cometido- que a Morazán, que quería formar una sola nación con las armas en la mano, cualquiera lo hubiera fusilado. La muerte de Morazán, solo se produce en Costa Rica, como resultado de los intereses costarricenses afectados por su presencia, la conspiración de algunos cobardes y el odio de lo que todavía creían que Morazán era un masón que animó a los clérigos a participar en la conspiración y a ayudar a que los asesinos cumplieran sus siniestros propósitos. Tampoco Morazán hubiese muerto sin la traición de quienes él creía que eran sus leales amigos y servidores. Y no le hubieran fusilado sin someterlo a juicio siquiera, en un acto de barbarismo vergonzante, si entre sus enemigos hubiera habido hombres grandes, respetuosos de las leyes de la guerra.
Y con sensibilidad para entender que no estaban matando un hombre sino que creando –sin saberlo- el centro que alimenta la historia de Centroamérica.
III
Los últimos momentos de Morazán sobre la tierra, son los más excelsos y ejemplares de su vida, porque muestran su grandeza espiritual, la fuerza de sus convicciones, su visión trascendental de su paso por cinco pueblos desgarrados y por la seguridad que lo que han hecho, le asegura un lugar en la historia inmortal. Y fundamentalmente, su valor. En el momento de su aprehensión, se abre la chaqueta y le pide a sus captores que disparen a su humanidad que, aunque prisionera de los caprichos rencorosos, no vacila entregar a sus asesinos; ni tiene miedo a los disparos rencorosos de sus vengativos adversarios. Cuando sabe que será fusilado, no pide compasión, no derrama lágrimas; ni pide favores; o tratamientos especiales. Se mantiene íntegro, firme y con la frente levantada, confirmándonos a los hondureños, una herencia que hemos dilapidado porque nosotros sus inevitables compatriotas –aunque algunos no lo quieren aceptar-, nos hemos vuelto un pueblo de pesimistas, pusilánimes, llorones, cobardes y pedigüeños que, ante las dificultades más serias, andamos extendiendo las manos para que nos hagan favores. Que nos regalen cosas, por mientras escondemos el músculo inactivo y flácido, con el que habríamos podido –pero que no hemos querido- construir nuestro propio futuro. O que vengan de afuera, con acentos diferentes, incluso a conciliarnos, cuando por cualquiera cosa, nos enemistamos los unos con los otros. Y últimamente nos matamos, cobardemente porque ni siquiera damos la cara.
Sin duda, en esos últimos momentos sobre la tierra, cuando sabe que sus enemigos le mataran, Morazán reflexiona sobre lo que ha hecho en la vida desde el año 1826 cuando participa en la defensa de Comayagua. Repasa como un relámpago, sus visiones de la revolución que encabeza, valora el liberalismo que le ha llevado a defender los estados y la integridad de la patria grande, se siente orgulloso por la gratitud que brota de su corazón generoso, el amor y el respeto por quienes le han acompañado –Cabañas en primer lugar-; repasa los actos de los últimos días en que la traición y el doblez de los más cobardes y traicioneros enemigos suyos, le han hecho víctima. Y no esconde, por supuesto, los errores que ha cometido al no apreciar suficiente las dimensiones de los rencores de sus enemigos de Costa Rica. Al final, decide rápidamente como va a enfrentar el momento en que dejara de ser un mortal más, para trasladarse a los linderos de la gloria, y convertirse en un símbolo de cinco pueblos que lo aprecian y los reniegan, simultáneamente de diferentes maneras. Sabe que si se supo grande en las batallas militares, inmenso en el poder por su idealidad y su vocación de servicio y generoso en la vida superior de sus actos, debe ser gigantesco ante la muerte. Se siente más allá de la materia que dentro de poco se tornara inerte. Su espíritu grande, se impone sobre la pequeñez de su cuerpo mortal y pasajero, condenado por las balas asesinas. Sabe que, antes que los disparos rencorosos le quiten la vida, él se la ha entregado a Centroamérica y lo que ganaran sus enemigos es dispararle a un cuerpo que, por su propia voluntad, ya no tiene la grandeza de Francisco Morazán. Porque cuando le disparan a Morazán, este ya es más que un cuerpo humano, sino que una leyenda llamada a trascender a los amplios y definitivos espacios de la gloria.
Mientras otros, en ese gran momento vacilan, Morazán se mantiene firme y de pie. Tranquiliza a Villaseñor y a Saravia que morirán con él. Dicta su testamento –pieza perfecta de la literatura política y moral de Centroamérica que Marco Aurelio Soto decía que debía ser el texto que debían aprender las primeras letras los niños de Centroamérica- y cuando su pequeño hijo no puede continuar por las lágrimas anticipadas del huérfano en que se convertirá en poco instantes, el mismo concluye la pieza más completa de la historia política de América Latina y del mundo; su testamento. No tiene sed, no pide agua. Y tampoco pide tiempo para orinar, porque tiene bajo control los esfínteres que siempre pierden los cobardes y los hombres comunes cuando se enfrentan a la muerte. Sandino, cuando supo que le iban a matar, no pasó esta prueba, tampoco pide que le salven la vida, como Hugo Chávez al momento de entrar al quirófano. Y se enfrenta de pie ante la muerte, sin permitirle a las enfermedades comunes, terminar con su existencia terrena, como Bolívar que va a la muerte en la inconsciencia de las altas temperaturas de una tuberculosis indomable.
Dirige al pelotón de fusilamiento y tiene la fortaleza, que nadie exhibe en el continente, de dirigir a los soldados que le dispararan con el fin de acabar con su vida, con calma tal, que corrige a un joven y asustado soldado improvisado que, dirige el fusil en dirección contraria a donde está su cuerpo vertical. Intentando así, no cometer el crimen de disparar a un hombre que admira y respeta por su grandeza que en su juventud imagina insuperable. Las últimas palabras, no las pronuncian sus enemigos, sino que las dice él, llevándose en el último de sus recuerdos, como expresiones de entrada a la gloria y a la inmortalidad, la palabra caliente y llena de grandeza gloria vertical y definitiva: ¡Fuego!
Cuál es la causa para que nosotros, hijos, hermanos y compañeros de un hombre grande, seamos un pueblo pequeño, pobre –casi miserable- mezquino, desconsiderado y poco fraterno como el que formamos parte. Cuál es la razón por la que Morazán no haya entrado a nuestras vidas, en nuestra forma de ver el mundo, que sus valores morales no orientan nuestra vidas, sus sueños no construyen nuestro futuro, su vocación de trabajo y dedicación al bien común no nos vuelve activos y dedicados al trabajo, la producción y la productividad; y su valentía no nos hace ser valientes y tener el coraje para no tener miedo para enfrentar las dificultades que nos tienen acorralados como conejos asustados.
Y que no usemos su visión trascendente, para tener el orgullo y la fuerza para anticipar y trabajar por un futuro de grandeza, que nos haga parte de un pueblo grande como quiso Morazán que fuésemos. Somos un pueblo pobre, pequeño, casi infantil, mezquino, rencoroso y poco fraterno. Indiferentes ante el sufrimiento ajeno y poco dispuestos a creer en los otros para buscar juntos los objetivos que nos hagan grandes. La pobreza, la pequeñez y la timidez del pueblo hondureño, es resultado –sin ninguna duda- de la distancia nuestra, con la vida y la existencia infinita de Morazán, al cual hemos sustituido por las bellas piernas de mujeres recién llegada a la vida, por la fuerza combatiente, por disonantes por caóticas y ruidosas “bandas” de guerra, que hacen más ruido que dispensar melodías para oídos sensibles; y uniformes ridículos que no tienen nada que ver con su fuerza guerrera, su talento estratégico y sus habilidades tácticas. De espaldas al ejemplo gigantesco de Morazán, no podemos disimular nuestra pequeñez, nuestra orfandad y nuestra pobreza.
Nosotros, los rotarios somos la discreta y mínima excepción. Somos los únicos que nos reunimos para hablar de su vida y de su muerte. Pero con todo y pena, tenemos que reconocer que, después de muchos años, solo en pocas veces, hemos logrado llamar la atención de una parte de la población que sigue masticando sus amarguras, matándose los unos con los otros, robándose, engañándose y mintiéndose.
Por ello, quiero terminar con un lamento que sé que no me perdonará Francisco Morazán, nuestro padre, nuestro hermano, nuestro hijo, diciendo: que me duele mucho, me apena bastante, ser miembro de un pueblo pequeño que no ha podido levantar en sus hombros y dirigir su mirada a la altura de la futura de uno de los hombres más grandes del continente. Para seguir su ejemplo e imitar su grandeza. Siento pena por este pueblo pequeño, -nuestro pueblo lastimero- que no quiere colocarse bajo la sombra de Morazán y elevando su nombre, puede soñar la gloria ni trabajar por hacerla posible la gloria, el bienestar y el respeto. Pero hay que seguir esperando que la juventud -nosotros hicimos, en nuestro tiempo, lo que pudimos– un día no muy lejano, honrar su memoria, como lo esperó en el momento de su muerte gloriosa, por medio de la cual se abrió paso a la inmortalidad, nuestro padre, hermano y amigo, Francisco Morazán Quezada.
Tegucigalpa, septiembre 20 del 2015