19 Septiembre 2015
Por: Juan Ramón Martínez
Es una obligación elemental, por parte de cada generación, interrogarnos sobre el sentido que han tenido y tienen los acontecimientos del pasado. La narración de esos acontecimientos, es la materia de lo que llamamos historia. Y que al hacerlo, vamos descubriendo cosas, agregando asuntos, que las generaciones que nos precedieron, no hicieron. O ejecutaron en forma equivocada Por escogencia deliberada o por falta de claridad con los materiales con los cuales trabajaron. Es decir que la visión, que tenemos del pasado no es estática, sino que corresponde a los intereses, perspectivas y preocupaciones que cada una de las generaciones respectivas, manejan en su tiempo histórico. Y nunca debe ser juzgada con las consideraciones del presente. O los gustos personales. Y mucho menos con los compromisos políticos presentes.
Nuestra generación ha estado interesada en el progreso primero, después en el desarrollo, en el orden, la paz y la justicia social; y el bienestar de la mayoría de nuestros compatriotas. Y dentro de cierta perspectiva teórica, vinculada con la democracia y con un claro sentido del bien, expresado en los llamados derechos humanos. De forma que el análisis que haremos en esta oportunidad está iluminado por la interrogante de si, lo que hicieron los hombres y las mujeres el 15 de septiembre de 1821, tiene alguna visión, en donde podamos, encontrar alguna circunstancia pasada y pensada por ellos, para hacer posible entender el presente nuestro y afianzar el futuro nacional.
Sin perder de vista que cada generación es movida por sus propias visiones de su realidad circundante, que producen unas ideas que no son iguales o similares con las nuestras. Es un error – que se puede apreciar en la historia nacional con mucha facilidad – pretender explotar el pasado para justificar el presente o el futuro. Al margen que tenga una motivación escolar o la creación de una conciencia cívica basada en una intuición de obligada continuidad. Eso no es ético. Y en consecuencia, no lo vamos a hacer en esta oportunidad.
La generación que hizo la independencia, tenía unas ideas, visiones, anticipaciones y miedos que eran fruto de su tiempo, sus circunstancias y del pasado que habían heredado. Diferentes, totalmente, a las que manejamos nosotros actualmente. Lo que les interesaba, por lo menos a la mayoría de los firmantes de la llamada Acta de Independencia, — porque en el fondo no es tal cosa, sino que un acuerdo o pacto inter pares ( Esther Garwer y Rolando Zelaya, La Tribuna, 13 de septiembre del 2015), porque se posterga la decisión final, basados en la conciencia que no tienen autoridad para hablar por toda la colectividad que teóricamente se independizaba, por lo que difieren la decisión final, para cuando los ayuntamientos y provincias hagan los respectivos pronunciamientos. El fin, era darle continuidad al Reino Español, salvando de un posible naufragio lo que se pudiera. Valle, Molina y otros, tenían ideas de cómo perfeccionar las cosas. Pero fuera de ellos, no conocemos un proyecto de nueva nación. Ni insinuación que se pensara siquiera en ella. El resto de los presentes, solo estaba interesado en proteger sus intereses, bien de los fines del pueblo o de los mejicanos que se habían levantado en contra de la autoridad de Madrid. Y no hay porque sorprenderse de esto, porque los españoles que llegaron aquí no buscaban la creación de una nueva nación – puesto que ya la tenían –, sino que oportunidades de ascenso y prestigio social que se les había negado en la Península y, por supuesto, ocasiones de enriquecerse.
De forma que no hay que pedirles al redactor y a los concurrentes, ninguna idea de una nueva nación por crear. Tampoco una clarificación de nuevos derechos de los ciudadanos, frente al nuevo orden administrativo y político que entonces era muy hipotético e inseguro. El concepto central – que si es muy visible — era la continuidad. Al fin y al cabo, la casi la totalidad de los asistentes creían, era que la Colonia Española no era una fase que superar, sino que unas estructuras que preservar, porque las consideraban finales. Lo novedoso en el documento que comentamos es la capacidad de reacción ante los acontecimientos ocurridos en México, especialmente su actitud frente al Plan de Iguala y, principalmente, al riesgo que, si ellos no hacian lo que hicieron, corrían el riesgo que “el pueblo” lo pudiera hacer por su cuenta. Aquí, en esta afirmación hay una connotación oportunista, típica de los gobernantes que, están en la obligación de preservar el poder (Maquiavelo) y, por consiguiente, al reconocer el riesgo que el pueblo pueda darse la independencia, está muy claro el temor ante una realidad que ellos no pueden controlar. Posiblemente Valle es quien introduce lo que, posiblemente es lo más importante dentro del Acta de Independencia: el reconocimiento de la soberanía, el concepto de la consulta popular, aunque no de las personas, es justo reconocerlo; pero si de los ayuntamientos y de las provincias. Si ni los primeros y mucho menos las provincias no eran, como así ocurría en la práctica expresiones de visiones democráticas plenas, — porque realmente no se trata de una independencia de ninguna naturaleza — ello no era culpa de los redactores de la que ha sido conocida hasta ahora, conocida y aceptada como declaración de independencia. En un acto de manipulación consentida que, como todos los acuerdos irreales, — se pasó de un acuerdo entre los presentes que no se sentían autorizados para representar a la Capitanía General, de un día para otro, por la presión de unos pocos, en Acta de Independencia– tiene efectos poco positivos en la continuidad de la historia nacional centroamericana. Valle no esperaba simples pronunciamientos como exigían los mexicanos a los dirigentes de la Provincia de Guatemala, sino que la expresión de una voluntad de poder, en dirección a la continuidad de la colonia española, sin subordinación a España. En realidad no ocurrió lo que Valle esperaba. Sino que, simplemente se produjo el reflejo de una realidad que no podían obviar, es decir la expresión de los temores de las minorías gobernantes de las provincias, en dirección a la protección de sus intereses.
En realidad, el acta del 15 de septiembre, es una carta de garantía, un convenio entre quienes tienen el poder de Guatemala, para evitar ser destruidos por el vendaval mejicano o eliminados del control del mismo, por una revuelta popular; pero contando con el respaldo y la voluntad de todas las provincias. Esperar algo más de lo que contiene el Acta del 15 de septiembre de 1821, es pretender “explotar el pasado para fines presentes” (Tony Jud, 250) . En otra parte de “Pensar el Siglo XX”, el autor citado, dice que “una ciudadanía mejor informada es menos susceptible de que la engañen con un uso abusivo del pasado al servicio de los errores del presente” Es decir que no les podemos pedir a los firmantes del acta del 15 de septiembre de 1821, lo que nosotros hemos sido incapaces de hacer durante muchas generaciones sucesivas. Si ellos, por las razones que sean, no imaginaron el concepto de ruptura, para producir en aquella coyuntura una nueva nación, la pregunta entonces es porque las generaciones posteriores – y nosotros especialmente — no lo hicieron. La excepción a esta interrogante podría ser la conducta de los firmantes del acta del 1 de julio de 1823, ( sin representación de Nicaragua y Costa Rica y solo con un diputado hondureño) en donde las Provincias Unidas de Centroamérica, en efecto, se declaran independientes de España, de México y de cualquiera otra potencia. Por el contrario – podemos reconocerlo anticipadamente – las subsiguientes generaciones se dedicaron a destruir, dentro de un individualismo regional y rural, expresado en el interés de las ciudades mayores frente a los pueblos subordinados comercialmente, la unidad que había preservado la llamada acta del Acta de Independencia del 15 de septiembre. Porque es justo reconocerlo, que ellos, sentían que tienen una nación – con las fallas que ustedes quieran agregarle – pero establecen su deseo y aspiración, que deben preservar. Y a la cual, no hay que agregarle más que el concepto de participación, porque suponen que el pacto colonial no tiene fisuras; y en consecuencia, no experimentara ninguna manifestación anticipatoria de las fracturas como las que van a vivir unos pocos años, los que quieren preservar la unidad y la integridad de la “nueva—vieja” nación que ellos habían conocido, y los que quieren hacer de cada una de las provincias, pequeños estados en los cuales proteger sus intereses y asegurar sus pretensiones políticas y reconocimientos e influencias sociales.
Es obvio que a la acción independista del 15 de septiembre, le faltaron muchas cosas. La primera es que no es un acta de independencia, sino un acuerdo entre un grupo que honestamente reconoce que no está autorizado para proclamarla Hay que insistir que no es acta de independencia, sino que un acuerdo entre las asustadas fuerzas de Guatemala, por mientras escuchan las opiniones del resto de las fuerzas políticas y económicas de las diferentes provincias. Que se anticipan, por supuesto, coincidentes con las suyas propias.
En primer lugar, en termino de precisiones conceptuales, sobre la preservación del modelo político existente, más allá de las simples apariencias o de la conservación de lo que, extrañamente, no estaba en peligro, como es el caso de la religión católica, lo que se busca es que nada cambie realmente. Que ellos así lo pensaran no es un error suyo, sino que el juicio que les enseña la percepción de la realidad que todos ellos tienen de los valores y seguridades de la continuidad. Quienes tienen culpa son las generaciones sucesivas que no le dieron continuidad a la no continuidad, — que era un buen punto de partida. Incluso reformando o modificando los elementos y consideraciones que animaron a los firmantes del 15 de septiembre de 1821. La confirmación que el acta de Independencia del 15 de septiembre no es tal, es que en ningún momento declara que está creando un orden nuevo, una sociedad nueva y un sistema político nuevo. Por ello, fácilmente podemos hablar de errores, no solo de ellos, sino que además de sus sucesores. El primero de ellos, es la falta de claridad sobre la nación que se quería crear, más allá de la que la colonia había mantenido. La Constitución de 1824, elaborada con mayor serenidad y fuera de las amenazas que se cernieron sobre los firmantes de la del 15 de septiembre, le falto claridad y precisión liberal y sentido de practicidad, al no anticipar que un sistema federal, sin antecedentes claros, — basado en las mismas provincias que habían desarrollado una identidad que algunas veces se contraponía a las de las demás– provocaría problemas entre los estados y el Poder Central que, además, por razones diferentes a los de los fundadores de Estados Unidos, ni siquiera le establecieron una capital en donde ubicar físicamente las instituciones republicanas. Fue un error, convertir a las provincias en Estados, porque de esta manera se heredaron, las costumbres, los desacuerdos y los regionalismos sin establecer para ellos una fecha de extinción. Y probablemente lo peor, se preocuparon poco de los derechos de los ciudadanos, los espacios de su participación y las formas de hacerlo.
En conclusión el acta del 15 de septiembre, solo es acta de independencia como un acto de malabarismo para buscar, en vez de la participación de las provincias, la simple adhesión de las mismas. Y que esta mecánica adhesión, impidió la oportunidad de un acuerdo consensuado entre las mismas, para crear algo más que la simple continuidad de un modelo colonial poco exitoso y sin futuro. La lucha de los liberales dirigidos por Morazán, lo confirmarían un poco después. Lo mismo que sus enemigos en 1839, cuando se rompe el Pacto Federal, más por falta de voluntad para el acuerdo, que por otras consideraciones exógenas como han querido encontrar algunos para eximir de responsabilidad a los centroamericanos. De aquellos tiempos, de un poco después y de ahora, por supuesto.
Tegucigalpa, 14 de septiembre del 2015