20 Julio 2014
Coronel Ortiz, jefe de mantenimiento de la Fuerza Aérea
Tito Almendarez
Su nombre era Roberto Ortiz Almendares, nació en Tegucigalpa en 1916, su madre, Lucila Almendares. No conoció a su padre. Dos hermanas, Julia y Alba. Estudió comercio en el Instituto Central Vicente Cáceres.
Un atleta. Cuando estaba joven era un boxeador respetado. Le gustaba correr. Al salir de la Fuerza Aérea por las tardes, subía corriendo a El Hatillo, esto lo hacía a diario. Estaba enamorado de esos pinares. Levantaba pesas, en el patio de atrás de la casa estaban abandonadas sus primeras pesas que él construyó con cemento y un tubo, ya tenía las modernas de metal. También abandonados un punching bag desinflado y una pelota, punching ball polvorienta, más grande que una de básquetbol de puro cuero y exageradamente pesada.
Cuando yo registraba un viejo chifonier en donde se colocaba la ropa que no estaba en uso, me encontraba tesoros como una careta de cátcher o bien una pelota de beisbol, así como diferentes tipos de guantes de cuero que me quedaban enormes, que habían sido de su uso. Lo vi jugar en el Estadio Nacional con el equipo de beisbol de la Fuerza Aérea cuando yo tenía cinco años. Aún recuerdo molesto el comentario negativo de un espectador a mi lado que decía: No hombre, mucho músculo, no sirve. Muy duro.
Era un as en la barra fija, tenía 50 años y giraba en ella como hélice, igual con las paralelas y las argollas.
Una vez fuimos a conocer el mar, viajamos a La Libertad en El Salvador. Yo sentía un gran miedo al ver la cabeza de mi papá en miniatura, como a dos cuadras mar adentro. Era un gran nadador, le encantaba ir a los ríos, especialmente a Los Mangos y el Río del Hombre. Después de un largo viaje por la carretera vieja, buena parte de ella de tierra, en la que teníamos que cargar con una lata de leche Klim vacía con su tapadera por si uno de los seis niños que vivíamos en la casa tenía ganas de vomitar en el camino. Al llegar a una curva, desde lo alto avizorábamos aquel majestuoso río, ancho y color verde. Misterioso hasta que nos metíamos en él y ya entonces le agarrábamos confianza. La corriente era lenta y tranquila y corría en medio de una abundante vegetación en sus empinadas laderas. Entonces una gran emoción nos invadía y gritábamos de la alegría. Nos aparcábamos en la ribera del río y salíamos corriendo del carro a ponernos el traje de baño, escondidos en algún lugar para que nadie nos viera desnudos. Cuando yo era un niño, mi papá nadaba llevándome subido sobre su espalda. Yo lo observaba cómo se tiraba de la piedra más alta haciendo un clavado perfecto. Nos animaba a meternos y nos daba instrucciones de cómo nadar. Siempre íbamos con la familia Álvarez, y mi abuelita Chila hacía unas pupusas deliciosas y huevos duros que devorábamos con gran hambre en segundos para volver al río limpio y cristalino, a sentir su suave corriente y que el agua después de unos minutos de estar adentro se volvía tibia.
Al terminar el día, con tristeza empacábamos y nos cambiábamos de ropa, con ganas de refunfuñar pero sin hacerlo. Al llegar a la curva, viendo el río solitario por la ventana de la willys, allá abajo, me despedía de él sin palabras, del que ahora era “mi” río.
Ya mayor yo, le preguntaba a mi papá que porqué conocía a toda la gente adinerada del pueblo, siendo él de un origen tan humilde. Me contaba que había sido un gran patinador en el parque La Leona y se había convertido en la admiración de esas personas que allí se reunían a patinar y lo respetaban por su destreza en los patines y por su seriedad de carácter.
Teníamos tres perros de caza. Fox, Nicky, y Johnny. Se iba con ellos el sábado por la tarde y regresaban el domingo por la mañana con un venado amarrado en la trompa de la willys, modelo 50, con motor Súper Hurricane, y varios patos y conejos. Usaba un foco de minero que se colocaba en la frente con una banda elástica. Las baterías (12) en una caja de metal, iban en la cintura en aquellos cinturones del ejército, anchos, color verde olivo, con agujeros negros de metal, junto a un yatagán de doble curvatura. Tenía una escopeta calibre 12, un rifle 30-30 y un 22. Las municiones las mantenía en una pequeña valija antigua del ejército, de madera, color verde olivo, bisagras de cuero igual al agarrador para cargarla y su nombre pintado en letras amarillas, como suelen pintar los rótulos en el ejército. El venado se colgaba en un paral en el patio de tierra, boca abajo, y teníamos comida para toda la semana. Me daba pesar ver aquel bello animal inmóvil y con sus grandes ojos negros abiertos y fijos.
La conducta de mi papá era intachable, un esposo leal, de honestidad reconocida, nunca le oí decir una mala palabra, recitaba de memoria versos del Quijote y la Divina Comedia. Respetado en su trabajo por sus superiores y subalternos. Excelente padre, esposo, hijo y hermano.
Con los años, dejó la cacería, y los domingos los dedicaba a reparar lo que estuviera malo en la casa. La estufa, la tostadora de pan, la refrigeradora, la lavadora de ropa, la plancha o la batidora de la cocina. Sacudía y barría toda la casa. Pintaba personalmente las paredes de diferentes colores como era la moda, y me hacía insoportable la mañana al despertarme como a las once, cuando preguntaba en voz alta: ¿Ya se levantó Tito? Para que le ayudara. Yo me hacía el que tenía ganas de hacerlo. En ese tiempo no tenía buen carácter y andaba vestido únicamente con una calzoneta, pantuflas de hule de dedo, su gorra y sin camisa, mostrando su buen cuerpo. Silbaba mientras trabajaba y me decía: vamos a rellenar con piedras todos los baches de la calle de tierra, en frente de la casa, de esquina a esquina. Aquí está la carretilla de mano y la pala. Yo tenía que contestarle: Sí, señor.
La música sonaba por toda la casa, pues había colocado parlantes por todos lados. Le encantaba tocar su harmónica, era un show ver aquello, cómo se acompañaba solo. Parecía que estaban tocando dos personas. Tocaba Blues. Hace pocos años encontré en un almacén de equipo musical, dulzainas como de 75 lempiras cada una. Me pareció un lindo regalo para los niños pequeños de la familia. Fui a visitar a mi papá y le mostré una. Él la tomó entre sus manos y cerrando los ojos, al mismo tiempo que la rozaba con sus labios tocó para mí, Hey Jude de Los Beatles. Increíble, en una harmónica de juguete.
Le fascinaba la música clásica. Cuando descansaba le gustaba sentarse en su ancho y cómodo sillón reclinable en frente de su equipo de sonido y sacaba su bolsita de cuero suave y con zíper, en donde guardaba su tabaco Mixtura 69 o Half, con su rico olor a chocolate y lo fumaba en una pipa color café oscuro que conocí desde que nací. También le gustaban los puros aromáticos Hava Tampa. Cada noche durante los 41 años que trabajó en la Fuerza Aérea, estudiaba sus gruesos manuales de mecánica de aviación por lo menos durante una hora.
Disfrutaba la marimba, sí, la marimba. Oírla me daba nauseas. Ahora me encanta. También ponía música de Guillermo Álvarez y su cómoda de alambres, de los años cincuenta, un piano desafinado tocando música alegre y voces de parroquianos, al fondo brindando y tirándose carcajadas. Tienen que buscarlo en YouTube vale la pena. El ritmo era rápido, como para trabajar al compás de él.
Detrás de aquella seriedad se notaba el amor que tenía para su familia. Como que le daba pena demostrarlo. Con el tiempo esa seriedad fue desapareciendo y se fue convirtiendo en un hombre más paciente, comprensivo y tolerante.
Para mi suerte, compró al fin su terreno en El Hatillo. De ahí en adelante se dedicó a sus pinares, ya podía dormir yo hasta tarde.
Ingresó a la Fuerza Aérea en 1941, como soldado mecánico. Su número de serie 0046. Siendo el mejor de su promoción, lo premiaron enviándole a un curso de un año de duración de mecánica de aviación en Dallas, Texas. Fue otra vez el mejor de su clase y lo mandaron a Tulsa, Oklahoma por otro año, y para terminar se ganó una beca para sacar el curso de instrumentos de vuelo en New York. Fue el primer mecánico de aviación en Honduras con licencia de los Estados Unidos.
En 1969 después de la guerra con El Salvador, en donde se demostró el buen estado en que estaban los aviones de guerra, especialmente los Corsarios, gracias al buen mantenimiento que los soldados mecánicos de la Fuerza Aérea les proporcionaban. Después de la guerra se compraron seis aviones caza, a reacción, Jets F-86 Sabre y todos vinieron malos. A puro manual, sin haber estudiado nunca turbinas, con la ayuda de su equipo técnico, hicieron volar dos de ellos.
Siempre formó parte de la Plana Mayor de la Fuerza Aérea Hondureña. Desempeñó el cargo de jefe de mantenimiento por muchísimos años, fue asesor de la comandancia y por último, gerente general de Hondutel. Se retiró con el grado de coronel. En ese tiempo solo existía un general, Oswaldo López Arellano.
Mi papá murió el 21 de agosto del 2011, a la edad de 95 años. En su lápida se pueden leer las palabras de Pablo a Timoteo como dedicadas a un deportista, en su segunda carta 4:7 “he peleado la excelente pelea, he corrido la carrera hasta terminarla, he observado la fe”. Misión cumplida papá.
Esta es la maleta en donde mi papá guardaba las municiones. Se me olvidó poner el yatagán. Esa maleta tiene 70 años. La usó para su viaje a los Estados Unidos en 1944. Adentro está el cinturón en donde colocaba la caja de 12 baterías, su gorra azul marino con el monograma de la Fuerza Aérea arriba de la visera, su placa de identificación de acero y en medio de la cadena están las insignias de alas que se colocaba en el cuello del uniforme. Como puede observar las bisagras y la agarradera eran de cuero. Y miren que cierres.