04 Mayo 2014
Tito Ortiz
Esto que estoy escribiendo es con el afán de traer buenos recuerdos a su memoria y a la mía de nuestra Tegucigalpa de antaño. La bella Tegucigalpa, con su gente amable, calles limpias, con sus callejones angostos y construcciones coloniales. Claro que se han quedado lugares que no menciono. No me acordé, perdón, pero de esos, ustedes se encargan. En el futuro tendré que hacer diferentes recorridos para abarcar más lugares. A veces no están en orden los almacenes, pero lo que quería al mencionarlos, es que los recordarán.
Con que cariño recuerdo mis cuatro cuestas, tres de ellas empedradas, las cuatro lindas para mí, las cuatro me llevaban a mi casa en el Barrio Buenos Aires. Era el tiempo donde uno caminaba, donde uno nunca se cansaba, donde nadie lo llevaba a la escuela en carro, donde no existían los peligros actuales del enorme tránsito de carros ni de gente de malos sentimientos. La gran preocupación era aprender de memoria el abecedario y el Himno del Pino.
Cuando estaba en kínder, asistíamos al Jardín de Niños Federico Froebel (La Paquita). En ese entonces mi abuelita Chilanos nos llevaba caminando. Eramos tres nietos, dos niñas de seis y siete años y yo de cinco. Para nosotros era una aventura andar por esas calles desconocidas al principio, pero que poco a poco se iban haciendo familiares.
Salíamos de la casa en el Barrio Buenos Aires, a paso rápido. El clima fresco, delicioso. Vestidos con gabacha blanca, lo cual no era muy agradable porque parecía vestido de mujer. Bajábamos por la calle La Fuente que siempre estaba húmeda, por la vertiente que se filtraba por las paredes del lado izquierdo, donde la gente iba con sus baldes a recoger agua potable. Teníamos que caminar cuesta abajo con cuidado porque las piedras estaban mojadas y eran deslizosas. Como era de empinada esa cuesta al llegar al final. Del lado derecho veíamos la casa de maría Marta Fernández, las Matamoros que vendían coronas fúnebres y la casa de mi compañera preferida de kínder Rosario Fiallos, y sus hermanos Federico y Karla. A la izquierda estaban las gradas invadidas por el monte y en mal estado que nos llevaba al Parque La Leona.
Pasábamos por la cuesta Lempira al lado izquierdo, que provenía del Parque La Leona, en medio de ella, del lado izquierdo bajando las gradas, vivía el joven locutor de Radio Televisión Roberto Jiménez Pavón, buen amigo y persona muy educada. Continuábamos por La Fuente y llegábamos al Edificio Lázarus, edificio lindo de piedra rosada, donde en el segundo piso estaba la clínica del Dr. Lázarus. Pasábamos sintiendo el olor a embutidos frente al Salón Viena. Agarrábamos a la izquierda pasando por la Sastrería Los Dos Toros, La Habana, cerca de la Imprenta Aristón, y la Paragón, tienda de revistas, para continuar hacia la Farmacia Regis y el Cine Pálace enfrente del Hotel McArthur, donde doblábamos a la derecha pasando por Campos Marcó con su rótulo de un perro blanco con su oído puesto en el extremo de un gran parlante de un gramófono y que decía RCA VICTOR. Seguíamos por La Botonia y caminábamos hasta el almacén El Louvre de la familia Hasbun, cruzábamos la calle y caminábamos por la acera de la angosta calle
cita enfrente del Parque Central, con el museo a la derecha, donde estaba en el segundo piso de madera podrida el terrible Pez Diablo disecado. Al lado del museo estaba el gran almacén La Samaritana, seguíamos hasta llegar al Banco de Honduras en la esquina.
Cruzábamos la calle enfrente de la Casa Quan, que siempre estaba llena de clientes, la Perfumería de don René Soto padre de mi amigo René y la Joyería Cantero de don Alfredo Cantero, padre de mi gran amigo Julio. Doblábamos a la izquierda pasando por la Cantina La India, por La Catedral, con un muchacho con hidrocefalia y cara bonita pidiendo limosna sentado en su entrada por el Distrito Central en dirección a Chinda Díaz, famosa por su pan de yema. Quedaba enfrente del Hotel Prado, donde estaba la Tropical Radio en cuya vitrina por fuera vendían los paquines que tanto nos gustaban.
Seguíamos por la Tipografía Nacional para llegar a nuestro destino, la escuela. Allí nos estaban esperando en el portón las Señoritas Rita y Chon. Por esa misma calle más adelante estaba la imprenta Calderón y el cine Clamer.
Como eran dos jornadas al día, María Luisa, nuestra empleada, nos llevaba de regreso a casa. A veces teníamos que dar una corridita porque se me salía decirle Pata de Yuca, al señor sentado en la acera, primero con miedo y cuando dejaba de seguirnos con risa nerviosa. Cuando llegábamos a Casa Quan, seguíamos recto pasando por El Capitolio, al lado nos compraban un cono suave en La Delta, enfrente estaba el primer supermercado de Tegucigalpa, el Tip Top de la familia de nuestra amiga de juventud Emy Piccioto, continuábamos por Quinchon León y Banco de Londres y Montreal, cruzando la calle hacia la derecha hacia Ciudad Roma, Garnier, El Salón Verde de la familia Reinbolth, el Jardín de Italia. Cruzábamos la calle y nos encontrábamos con la tienda de la familia Katimi donde vendían zapatos para niños. Siempre estaba en esa esquina un señor alto, vistiendo una camisa guayabera blanca y la gente le llamaba “Popeye”. Continuábamos caminando y del lado derecho sentíamos el aroma a chocolate que salía de la pequeña
y oscura tienda de Melchor, era alguien fumando Mapleton. En la otra esquina estaba el Cine Variedades, enfrente de la casa de mi madrina María Quezada en donde hoy es la Biblioteca Nacional y donde naciera el General Francisco Morazán.
Cruzando de nuevo la calle estaba Salvador Schacher, con los famosos sombreros Stetson. A la izquierda, yendo para el Telégrafo estaba Zarruck con sus chumpas lindas de colores beige, rojo y gris, el Banco de la Capitalizadora, el Palacio de la música y el Telégrafo. Pero no doblábamos seguíamos recto y continuábamos por la farmacia Villeda Morales, El Cronista, Percy Soto con su pequeña tienda de revistas, distribuidores del Miami Herald, que él, alto y pelo blanco y su señora chiquita y amable, entregaban a domicilio en su cucarachita negra VW.
Caminábamos hasta donde estaba el Instituto Interamericano de Cultura en la siguiente cuadra. Tomábamos a la izquierda por el edificio Landa Blanco y a continuación por la tienda de ropa para niña Blanca Nieves, propiedad de la familia de don Medardo Izaguirre (Piyayo) y doña Conchita, padres de mi querida amiga Marielos. Luego bajábamos por la farmacia Santa Bárbara del Dr. Raúl Tróchez y su esposa Lesbia. Ya en la esquina estaba el Mercado Los Dolores con su linda iglesia y la parada de los buses para subir a Buenos Aires. Allí doblábamos a la derecha para llegar a la Farmacia Cruz Roja del Dr. Gómez Rovelo y al Café Corona a los pies de la cuesta de enmedio. A la izquierda estaban H.R.N. y el Colegio María Auxiliadora.
En primer grado le pedí permiso a mi papá de irme solo. Estaba cansado de que los chachos Martínez que vivían al final de la cuesta de enmedio, me molestaran porque alguien me acompañaba al caminar por las calles como que si fuera un niño, (tenía 7 años). Le había pedido a mi papá que me cambiara de escuela. Quería una escuela que no usara gabacha blanca como niña, una escuela solo de varones. Una escuela de machos. Pedí me matricularan en la Escuela República Oriental del Uruguay. Fui afortunado de tener como maestro al profesor Abraham Isaías Galo. Gran catedrático. Siempre lo llevaré en mi corazón. No sé de él desde 1955. También logré llevar clase de música con don (Bibio) Toribio Bustillo Díaz, catedrático de música, Inglés y Agricultura del Instituto Central y la Normal de Señoritas, supervisor nacional de Educación Media, compositor musical y un caballero a carta cabal.
De vez en cuando, cuando algún niño me tenía amenazado diciéndome: A la salida… me llevaba a la escuela a nuestro perro negro Nicky, él me acompañaba desde mi casa hasta el portón de la escuela, y allí se quedaba echado hasta que terminaban las clases. Cuando yo salía él me estaba esperando moviendo agitadamente su peluda cola negra y dando saltos de alegría. Me sentía tan seguro caminando con él a mi lado. Recorriendo esas calles sentí por primera vez una libertad desconocida para mí. Tenía siete años y ya podía decidir que calles tomar para llegar a mi casa. Ya me sentía independiente. Me encontraba siempre con el amable “camaradita” y nos hacíamos el saludo respectivo, levantando el brazo derecho y mostrando la palma de la mano diciéndole al mismo tiempo: camaradita! Y él, pequeño, trigueño, peloncito, sin dientes y sonriendo me contestaba amigablemente: Camarada!
Paraba en las casas comerciales a pedir folletos de propaganda. Esos folletos eran para mí como un tesoro, los guardaba cuidadosamente en mi bolsón de cuero comprado en el mercado de Los Dolores. En las imprentas pedía sobras de papel con el que confeccionaba libretas. Era lindo haber aprendido a leer. No se me escapaba rótulo sin leerlo. Recuerdo cuando vi una carreta de paletas y traté de descifrar lo que decía en su costado y decía: OS O. No comprendía que quería decir OS O. Cuando leí la segunda palabra caí en la cuenta de que se debía leer pegado, así: OSO. Las dos palabras decían: OSO POLAR.
Caminaba por el centro de la ciudad. Para conocer, escogía diferentes calles. A la salida de la escuela, República Oriental del Uruguay caminaba una cuadra hacia el norte pasando por el callejón del Barrio El Olvido, donde vivía mi querido amigo Napoleón Pineda Lupiac y don Calvin Merriam y familia. Al llegar a la esquina, doblaba a la izquierda en dirección a La Merced, pasando por Rivera y Cía. y Carlos A. Zuniga en donde compraba la tinta Parker en su bote de vidrio, los canutos para la caligrafía con sus respectivos secantes. Los cuadernos para la caligrafía y el cuaderno único. Además vendían los bolígrafos Parker y las plumas fuente Esterbrook, de llamativos colores como Corinto, azul marino y negras. Todas tenían diferentes tipos de bomba para llenar sus tanques de tinta. Podía ser una laminita incrustada en el cuerpo de la pluma o bien en la parte superior se rotaba en su extremo hacia un lado para llenar y para el otro para vaciar. Esa calle tenía tope. Allí estaba El Mundo Elegante de la familia de
mi amigo Moncho Rodríguez. Se doblaba a la izquierda iba para el Puente Mallol, para llegar a Comayagüela. Pero yo doblaba a la derecha en el Bazar Colón y pasaba por la Ferretería Handal, el Bazar Jerusalem, la Farmacia Honduras que luego se convertiría en la Repostería El Hogar, de la familia Pineda Lupiac. Pasaba por el Café de París y por el Bazar Unión. El carnicero del Bazar Unión, don Agustí, a veces me regalaba una delgada rodaja de mortadela que me encantaba.
Atravesaba el parque por en medio y donde estaban los taxis parqueados diagonalmente doblaba a la izquierda, por la avenida Paz Barahona y caminaba por donde ahora es la calle peatonal, donde vendían los confites más ricos del mundo, La Esperanza, pasaba por La Moda de París, el Bazar Buenos Aires, la Joyería Handal, la Bola de Oro con su gran pelota dorada en la entrada, la Tienda Río Lindo, Mina Mahomar que los niños creíamos era mujer, por el nombre. Seguíamos por el Bazar América, La Urbana, México Lindo, Francisco J. Jones y llegaba al Correo Nacional, enfrente del grande y lujoso edificio de Los Ministerios, y a un costado del Hotel Lincoln, esquina opuesta al Au Bon Marché. Pero yo doblaba a la derecha en el Hotel Marichal para llegar a Los Dolores.
Ya adolescente, mi calle preferida era la Avenida Salvador Mendieta. Ahí estaba la Casa Uhler, tienda en la que había de todo, La Singer, La Selecta, El Almacén Acapulco, el callejón de los Polar de la familia Rizzo, la Tienda La Duquesa de doña Julia R. de Bondy, las oficinas de importación de don Neto Bondy, padres de Ernesto mi amigo de la infancia y su casa de habitación, al par de la casa de Marco Tulio Mendieta, amigo de toda la vida, enfrente del Boarding House Americano, de la familia de Roberto Castellanos. A continuación el Banco Central y la Casa Presidencial, en donde a veces pasaba la noche ya que Mauricio Villeda es mi amigo de siempre. En esa manzana estaba la casa del Ing. Félix Canales Salazar, abuelo de otro gran amigo Héctor Aquiles Medina. De cuatro a cinco de la tarde nos reuníamos un grupo de amigos, allí en la acera, como decía uno de ellos, a ver los cueritos de los colegios y los cuerotes del Banco Central.
Para llegar a mi casa turnaba las cuestas, la primera de la derecha era mi preferida. Era la cuesta de La Fuente. El encanto de esa agosta callecita empedrada consistía en que era curva. Uno al empezar a subirla no podía ver el final. Era como las colas de personas que hacen en los parques de diversiones para que uno no vea cuanto falta para llegar y no se decepcione de cuanta gente hay adelante. Esa cuesta era fresca pues habían árboles grandes que daban sombra. Al comenzar a subir, al lado derecho estaba la casa de Nellita Antonutti. Ya anciana.
En su tiempo fue una mujer bella y culta. Tocaba el piano y a mi me gustaba platicarle, aunque con un poquito de temor, pues se maquillaba exagerado pareciéndose a Betty Davis. Más adelante, del lado izquierdo, se podía observar una entrada que daba a un patio grande lleno de árboles y hojas secas en el suelo. Allí vivía el famoso pintor Garay y su hermana Chica, amiga mía, alta y vestida siempre con una falda larga color azul y una blusa blanca, como uniforme. Más adelante, siempre del lado izquierdo estaba la bella casona de piedra de don Tomás Quiñónez y que fuera alcalde de Tegucigalpa, padre de don Tumas. Siempre con la puerta abierta y se veía adentro una imprenta.
Cuando menos acordaba ya había subido la cuesta. Ya estaba en Los Mangos de donde podía observar siempre a mi izquierda el paisaje montañoso al fondo y la enorme mansión de don Julio Lozano Díaz y doña Laura, Villa Roy, ahora convertida en museo. Desde los mangos divisaba mi casa, la Casa del Pino. Solo faltaban esas dos cuadras ya en lo plano pasando por los billares de don Juan Pino y ya estaba en mi casita.
La cuesta de enmedio, era larga y empinada. Cuando estaba empedrada era un reto para la willys, subirla cuando estaba lloviendo. Las llantas patinaban y había que poner la doble. Entonces orgullosamente la subíamos. Esa cuesta era para subir nada más. La Fuente era para bajar.
Esa cuesta de enmedio la hacía en tres etapas. Comenzaba al pie de la empinada cuesta a mano derecha que llegaba a la cuesta Lempira. Me divertía ver que en cada etapa había un estanco, expendio de aguardiente. El primero se llamaba “El Primerazo”. El segundo se llamaba “El Esfuerzo”. Y el tercero se llamaba “Aquí me Quedo”. En el Café Corona, contaba cuantos pasos habían hasta llegar a la primera etapa. Allí descansaba dándome vuelta para ver cuanto había avanzado, viendo la Iglesia de Los Dolores. Con la cuesta más empinada de Tegucigalpa, la cuesta Balvina a mano izquierda llamada así porque allí vivía doña Balvina de Benavides, y a mano derecha la casa de Leonel Martínez, de don René Sempé y doña Isabel en la calle Guajoco.
Continuaba subiendo siempre contando los pasos, hasta la segunda etapa, la casa de los Coello. En cada etapa hacía un descanso, pues caminaba a gran velocidad, apoyándome las manos en las rodillas para subir con más fuerza. Y en ese descanso volvía a ver para abajo para ver cuanto había avanzado. Cuando acordaba ya la había subido. No me acuerdo cuantos pasos eran en total, me dan ganas de ir a subirla a pie para saber.
Al final, había otra gran cuesta para abajo, de tierra, del lado izquierdo, con gradas saliendo de la casa de don Tomás Martínez, que daba al barrio Las Delicias. Allí vivía Toby Ochoa. A la derecha había otra cuesta como un callejón, que conectaba con la calle La Fuente. Era de tierra rojiza y varias veces se rajó cuando habían temblores de tierra. Allí vivía el mecánico de la Fuerza Aérea, don Gustavo Zelaya, su esposay sus guapas hijas, especialmente Ivonne. Esa calle tenía como tope la Iglesia San José de la Montaña.
Ya cuando estaba en el San Miguel, de diez años de edad, me salía mejor usar la cuesta de la Adin así le decía yo. Se llamaba así porque allí estaba la empresa de transportes Dean. Podía llegar desde el San Miguel hasta mi casa sin desviarme de la misma calle. Atravesaba el Puente Carías sobre el caudaloso río en dirección norte, pasaba el callejón la Moncada donde vivían entre otras las familias Tosta, Fortín y Torres. En la esquina estaba el Instituto Tegucigalpa. Seguía recto y pasaba por la Lotería Nacional, Las Camelias y llegaba al Barrio Abajo, caminaba por la Logia Masónica, en frente vivía el conocido maestro de generaciones don Martín Alvarado con su esposa doña Salustina y sus hijos Martín, Marcio y Silvia. Al lado vivía mi tía Sofía Echeverría con mi querido primo Joche.
Por allí deambulaba Moncho, alto y delgado, al que mi amigo Manuel Somoza le decía así: Moncho, Moncho, Moncho y Moncho le contestaba con voz afeminada: Me vas a gastar el nombre vos.
Llegábamos a inmediaciones del Parque La Concordia, subíamos por la cuesta pasando por la propiedad de Roberto Ramírez Folgar al lado izquierdo. También esa cuesta tenía su encanto. Empedrada, fresca, topando con la bella casa de Margo Wen Sempé. Al lado derecho la casa de doña Laura de Lozano y al lado izquierdo ya en la curva, si uno se metía podía ver un cementerio antiguo abandonado, con lápidas escritas en inglés, rodeadas de monte. Pero al lado derecho de la casa de Mango, estaban las gradas de piedra, invadidas por el monte, también abandonadas, que eran un atajo para el peatón, para llegar a Buenos Aires. Estaba enmarcada con un terreno lleno de palos de bambú. A veces pasaba horas sentado en ellas cuando me escapaba del colegio, esperando la hora de salida de la escuela para regresar a mi casa.
La última cuesta, la de Las Delicias, era pura tierra que cuando llovía se volvía lodo. Siempre estaba en mal estado para los vehículos. Comenzaba en la parte trasera del colegio María Auxiliadora, a los pies de la cuesta Balvina. Esa en realidad era la más corta. Era la calle internacional por excelencia. Vivían en ella familias extranjeras conocidas como don Arturo Castell, de origen español y su esposa doña Pastora con sus hijos Marco, Irene y Julie. Con su perra negra llamada Lobby. Más adelante la familia Laínez de origen judío, al lado del campo donde jugábamos pelota. Enfrente la casa de mis padrinos Juan y Anarda Alvarez, padres de Zoila, Marco, Ana y Alicia. Al lado los Aguilar, César y Trina. Don César Andura y con su esposa griega. Eran los propietarios de la Piscina Olímpica. La familia árabe Awad, Hugo Erazo con su esposa Emilia y sus hijos Belinda, Nelson y Mercy. La familia Yu-Shan, la familia Alemán, don Paco, su esposa doña Graciela y sus hijos Arturo, Ana María y Ricardo. La familia Zanoletti, en la esquina la casa de Patricia Linton que luego fue alquilada por una familia francesa. Enfrente vivía un maestro cervecero alemán que trabajaba en la cervecería. En esa esquina se doblaba a la izquierda llegaba a la casa de dos pisos y de pura piedra de don Jorge Coello, padre del chele y de Clarissa. Al doblar a la derecha en dirección a la Embotelladora La Reina de la Pepsi, llegamos a la esquina a la casa de don Kike Torres, mecánico de aviación y un caballero.
Así recorría yo las calles de Tegucigalpa en mi infancia. Que tiempos más lindos jamás los olvidaré.